Juan Villoro, con su habitual lucidez, anuncia en
su columna del domingo pasado una revolución silenciosa: el libro electrónico está por convertir la lectura, uno de los pocos actos solitarios que nos quedan, en sujeto de estudios estadísticos, operación de mercadeo, comunicación en todas las esferas y niveles. En la perpetua isla desierta del lector está a punto de infiltrarse la red. Una revolución inédita que, como toda revolución, implica no pocos regresos. El libro electrónico separa un matrimonio por conveniencia, el de la palabra y el papel, el de la escritura y el libro. Las palabras vuelven a flotar en el aire, costando casi nada (para quien pague el aparato que los recibe). La literatura deja las botellas que la contenían, y las etiquetas, y las denominaciones de orígenes, para volver a un surtidor interrumpido de agua fresca o no tanto que tiene por intención ya no sólo degustarse sino ahogar el mundo, inundar más que abreviar alguna especie de sed.
Al hablar de literatura portátil, Vila-Matas nombraba un atributo de toda y cualquier literatura que se respete. Arrasado su templo de Jerusalén, exiliados sin tiempo de hacer su equipaje en el corazón mismo de Babilonia, los judíos descubrieron que no había nada más transportable que las palabras. Escondieron su dios donde los enemigos no podían arrasarlo, en las palabras que pueden escribirse en cualquier papiro, que arriendan cualquier superficie porque viven realmente en la memoria de los creyentes. Esclavos de un pueblo rico en estatuas y oro, adoraron eso que no es nada, menos que nada, leyendas que se les cuentan a los niños, letras que pueden, combinadas de determinada manera, destruir o volver a inventar el universo entero.
El libro electrónico vuelve a esa intuición vagabunda. El libro se rebela contra la última materia que lo aprisionaba, contra la cosa misma en que podía convertirse, contra el último fetiche, el papel, la tinta, el lomo, la biblioteca. Reacción inesperada pero esperable contra un culto, el de los libros bellos, bellos por dentro y por fuera, que en las últimas décadas parecía volver a imperar con cada vez menos contrapeso. Libros de coleccionistas, autores raros, obras raras de autores famosos, tapa cada vez menos blanda, monogramas, ediciones especiales; escritores como Mario Bellatin en nuestra lengua que piensa y escribe como pintan o instalan los artistas plásticos; escritores que conciben su literatura cada vez más como un gesto artístico, forma, actitud, estilo, ante todo estilos; editoriales que se conciben como galerías y ya no como galeras donde reman atados a una cadena Balzac o Simenon, esclavizados por los plazos de entregas ambos, doblemente preocupados de vender y desafiar, de impresionar y de durar, de ser artistas, pero también empresarios, opinólogos, artistas, claro, pero más como el cantante de boite o de festival, que el pintor que debe impresionar al coleccionista, la minoría selecta que ama justamente sentirse minoría.
Arte sin aura que inauguró antes que nadie las tácticas de la reproducción mecánica. Arte burgués porque sólo el burgués necesita de contratos escritos y pasado por notario para confiar y ser confiable. Ese doble estatus de artista y comerciante de abarrote, de funcionario amarrado a su silla y príncipe que manda a matar a sus personajes de un plumazo, es lo que personalmente me atrajo siempre de la literatura. Como los judíos que hicieron sagrada la Torah, la literatura fue para mí siempre una forma de rebelión contra todos los ídolos, contra la belleza sensorial, sensual, visible, tocable, escuchable que me atraía demasiado para ser confiable. Las bellas artes, sentía, harían estallar mi vanidad, les darían razón a mis vicios, convertirían mi placer, el de escuchar a Wagner o Debussy, el de quedarme pegado mirando un cuadro de Rotko o Velázquez, en una forma de aniquilación moral. Demasiado evidente, demasiado simple, me llamó siempre la atención el desafío de hacer arte, con ese objeto tan sucio, tan triste, las palabras que todos usamos, de las que todos abusamos. Me ha fascinado siempre la extraña alquimia que convierte las ideas en sensaciones, impresiones, las ideologías en sentimientos.
Es eso lo que hace a la literatura distinta y peligrosa. Los libros cerrados no son nada, una vez leídos vuelven a ser nada. Los libros no son esa cosa llena de letras y papel, sino esas letras alojando ese infinito kindle, ese satánico iPad que es nuestra memoria. Somos nosotros, nuestra mente la guitarra y el pincel, nosotros. La literatura, la más humana de las artes, no existe fuera del lector. Proust para quien no sabe leer no es más que una materia inflamable, mientras la Venus de Milo sigue siendo una mujer desnuda.
No he leído aún entero ningún libro electrónico. Veo en ciertos aeropuertos, en cierto café hacerlo principalmente a gente con corbata y bonitos impermeables. Sospecho que sin la corbata ni el impermeable seré uno de ellos luego. Como internet y el iPhone, la tecnología cambiará mi vida, pero seguirá siendo para bien o para mal mi vida. Pasa lo mismo quizás con la literatura. No puede evitar ser ella misma; es decir, tender hacia la abstracción y el contagio. Justificación de todos los traidores, hogar de todas sus confesiones, el libro estaba llamado a traicionar al libro mismo.