La mirada de lo ocurrido en Chile el 2011 confirma un paulatino retroceso en los niveles de tolerancia social y política. Este hecho es lamentable porque los avances en la convivencia que se lograron en los 90 están en la base del progreso de las últimas décadas y esta marcha atrás en nada ayuda a lograr la aspiración de alcanzar el desarrollo. El desafío para todos los actores relevantes es reaccionar a tiempo y detener esta tendencia que se inició hace ya varios años.
La evaluación de los líderes políticos en la encuesta CEP ilustra el retroceso de la tolerancia en el país. A comienzos de los 90, algo más de un 30% de los adherentes de cada coalición política tenía una opinión negativa o muy negativa de los líderes de la coalición contraria. Este porcentaje bajó a alrededor de un 20% hacia el 2000, para luego aumentar hasta un 24% en 2004. Sin embargo, la valoración negativa llegó a un 29% el 2011. Esta evolución refleja el enorme avance en tolerancia de la primera década luego de la recuperación de la democracia y el actual retroceso. Esta situación es más delicada si se considera que ocurre en un ambiente de pérdida de confianza en las instituciones.
Para que exista tolerancia se requiere de dos condiciones: la primera es que haya diferencias claras de opinión, y la segunda es que enfrentadas a esta realidad las personas opten libremente por la estrategia de negociar en vez de la de ruptura con la contraparte (por ejemplo, el adversario político).
Se podría definir la tolerancia a través de la probabilidad de seguir uno u otro de estos caminos, lo que responde a una evaluación de los beneficios y costos de cada escenario. En este sentido, la tolerancia no es relevante en condiciones de uniformidad de opinión, de resignación o de ausencia de libertad.
La tolerancia aumenta cuando valoramos más la interacción que la ruptura y pensamos que la negociación abre oportunidades de colaboración. Las tendencias en la producción científica, en la innovación tecnológica y en las cadenas productivas muestran que las relaciones de cooperación son cada vez más necesarias.
Esto queda de manifiesto en las publicaciones académicas, en las patentes de invención y en las empresas que compiten en los mercados internacionales. La negociación social y política también permite que los mercados sean más eficientes y evita las pugnas distributivas intermediadas por el Estado.
Esta aproximación a la tolerancia no es moral, lo que significa que no debemos abandonar las estrategias de ruptura si la percibimos como superior a la de cooperación. Sin embargo, lo que debe preocuparnos es que en un periodo relativamente breve se produzca un cambio significativo en la frecuencia con que cada una de estas estrategias es seguida, porque puede reflejar un retroceso a nivel de la sociedad, con consecuencias económicas y sociales duraderas.
En el plano político esta realidad refleja la instalación del "desalojo" como estrategia; de la arrogancia como práctica habitual; del cortoplacismo como horizonte; y de la descalificación como rutina. En el mundo de las empresas y de las inversiones, esta realidad lleva a la judicialización y a la sospecha como forma normal de interacción. En los movimientos ciudadanos, los sueños y los valores pierden terreno ante las encuestas, las amenazas y las agresiones. En este contexto no sorprende que la primera plana de los medios se la lleven las disputas (incluso entre autoridades), mientras el progreso del país pasa a un segundo plano.
Si bien este es un desafío para toda la sociedad, el Gobierno tiene una especial responsabilidad porque su función no termina en la producción de bienes y servicios públicos como educación, seguridad, salud, etc., sino también comprende el ambiente de satisfacción, la legitimidad y la confianza que produce la acción pública en los ciudadanos. Esta dimensión significa construir espacios para una interacción social que genere beneficios a todos a través de una agenda de interés común que amplíe el umbral de la tolerancia. Este es el principal desafío que tiene la sociedad chilena.