Hace algunos años, Rodrigo Maturana decía que tenía de regalo para Raúl Ruiz un libro decimonónico con los planos del París subterráneo y que esperaba un momento propicio para entregárselo. Suponía que su contenido encajaba en el mundo a medias real e imaginario de Ruiz. Es posible que el libro mismo fuera imaginario, es decir, inventado por Maturana, quien veía a la realidad y a la ficción como las líneas de una sola perspectiva.
Existente o no, el libro en cuestión me ha venido a la memoria en medio de la lectura de Londres bajo tierra , de Peter Ackroyd, biógrafo de Shakespeare, de Eliot y -si cabe la expresión- de la propia ciudad de Londres.
La escritura de Ackroyd -ni decorativa ni demorosa- tiene la virtud de filtrar en cada línea un dato o una idea y de provocar una especie de suspenso con temas prosaicos. En los capítulos de su libro dedicados al metro londinense, explícitamente nos muestra la atmósfera que se experimentaba bajo tierra en la segunda mitad del siglo XIX: señores barbados con sombreros de copa viajando en los carros alfombrados de la primera clase, especie de salones con iluminación discreta en los que se podía pedir desayuno, almuerzo y comida. Esto a despecho de las emanaciones sulfurosas que saturaban los túneles, que sumadas al calor que se multiplica bajo la superficie, llevó a un cronista a afirmar que un viaje en el "tube" era por entonces equivalente al descendimiento al Hades. En 1890 se verificó, en cualquier caso, un primer esfuerzo democratizador: se uniformaron todos los vagones en una pura clase y en un solo precio, lo que motivó reclamos por parte de los usuarios más conspicuos, alarmados ante la obligación de viajar con "pescadoras" y cargadores del puerto.
"La red subterránea", escribe Ackroyd volviéndose ahora hacia el presente, "está impregnada de un olor acre a chamusquina, muy parecido al que percibimos cuando nos cortan el pelo con una maquinilla eléctrica". Y también: "La red subterránea es como una piscina muy profunda, llena de soledades particulares. Un lugar donde el yo no llega a distinguirse de los otros".
Lo que hace Ackroyd en Londres bajo tierra es, en términos literales, una prospección profunda. Indaga en el inconsciente de esa ciudad viejísima y jovial, bajo la cual yacen enterrados vestigios neolíticos, acueductos romanos, manantiales, cursos de río, estaciones clausuradas del metro, túneles y más túneles.
Ackroyd se imagina a los arqueólogos del año diez mil haciendo inútiles intentos por descifrar el famoso mapa del metro de Londres.
Es imposible, en este sentido, dejar de pensar que los habitantes de cualquier ciudad un día pasaremos a una ignota condición subterránea. Olvidados y borrados los tumultuosos asuntos de nuestra actualidad, existiremos como restos de un mundo no del todo comprensible para sus desenterradores.