Un muchacho de quince años, alumno del INBA, se toma el colegio por la fuerza junto a sus compañeros. Consultado por la prensa, con su voz adolescente, entre las razones de sus actos, además de alguna queja por el trato policial , desliza un par de frases aprendidas en las que no están ausentes la calidad, el lucro y la educación pública.
¿Tiene razones el joven para justificar su acción?
Por una parte pareciera que sí. Luego de las masivas marchas del 2011, los universitarios consiguieron muchas cosas: becas para el 60% más pobre de los alumnos con mérito, que cuesta al año 700 millones de dólares. Crédito subsidiado, con una tasa de 2% y pagadero en cuotas que no van más allá del 10% de la renta para todos los estudiantes de educación superior, excepto el 10% más rico.
En verdad un esfuerzo notable del Estado que aliviará la situación de muchas familias.
¿Pero, y los escolares?
Bueno allí los logros son menos visibles. Se creó por fin la Superintendencia de Educación para fiscalizar a todos los colegios. También tenemos una ley para la Agencia de Aseguramiento de la Calidad, pronta a ponerse en funcionamiento.
Hay un aumento sustancial del monto de las subvenciones. La especial, para los más vulnerables, creció en un 21% y un proyecto la aumenta adicionalmente entre 50% y 100% dependiendo del curso. La general aumenta en más de un 5%.
Medidas en plena marcha para mejorar la calidad de la educación y transformarla en un vehículo de movilidad y progreso social que ayude a disminuir la desigualdad. Objetivo compartido, pero el consenso se rompe a la hora de discutir la forma de lograrlo.
Primero está el famoso tema del lucro. Sin evidencia que respalde que esos colegios impartan educación de menor calidad, hay quienes quieren eliminarlos de raíz. Es decir una cuestión ideológica.
¿Y a nuestro amigo del INBA, el de la toma, en qué lo afecta el lucro? En nada, su colegio no tiene fines de lucro.
¿Qué otras diferencias persisten? Bueno, hay quienes desean privilegiar a toda costa la educación pública. Y ante la evidencia de que los padres prefieren sistemáticamente los colegios particulares subvencionados intentan torcer esa voluntad, de una manera no muy elegante, que en otros ámbitos sería mal mirada: eliminemos la competencia o limitémosla.
Y así, los ideólogos de la educación estatal libran una guerra santa contra el financiamiento compartido. ¿Qué es eso? La posibilidad de que los padres puedan aportar 10 mil pesos mensuales, o 20 mil, o hasta 70 mil pesos, para que sus niños tengan una mejor educación. El Estado les descuenta, eso sí, una parte de la subvención, de modo que en términos gruesos, la plata mensual gastada por alumno puede ir desde 50 mil pesos, hasta 100 mil.
¡Los privados reciben más dinero por alumno! Relativo, porque el Estado les hace aportes directos para educación a las municipalidades y algunas de éstas ponen además otros recursos. ¡Eso produce segregación!, dicen indignados. Colegios para ricos y colegios para pobres. Los estudios no son concluyentes: J. P. Valenzuela y G. Elacqua consideran que el financiamiento compartido ayuda a la segregación. F. Gallego y A. Hernando concluyen que éste no cambia la situación y sugieren que la segregación sigue otros patrones, como las políticas habitacionales. Cualquiera sea el caso: ¿Es legítimo prohibir a los padres que paguen para mejorar la calidad de la educación de sus hijos?
Me parece que no. Que ese argumento, por extensión, debiera llevar a prohibir los colegios particulares pagados. Una limitación inaceptable para la libertad de educación.
El crédito tributario por gastos educacionales de la reforma del Gobierno es señalado, entonces, con el dedo. Es para ricos. No es cierto, sólo para familias con menos de $1.160.000 líquidos. Favorece el lucro. No, también aplica para colegios sin fines de lucro.
Nuestro amigo, el del INBA, da la batalla por tomarse el colegio; y como suele suceder, es un soldado en la guerra de otros. De la guerra ideológica que ha encontrado en la educación su último campo de batalla.