El siglo XX, con su acelerado desarrollo técnico, produjo una globalización arquitectónica que aún hoy se enorgullece de ser homogénea y apátrida. El Modernismo se definió precisamente por su desvinculación de una identidad nacional, indiferente a su emplazamiento, historia, técnicas y materiales locales, clima. El estilo se convirtió en una disquisición estética abstracta, dejando al arquitecto responsable sólo ante sí mismo. Con la ventaja de replicar técnicas e imágenes de progreso universal, desde entonces se siguen construyendo idénticos edificios en todo el planeta: los mismos prismas de muro-cortina en el trópico que en el ártico, los mismos volúmenes con techo plano y sin alero en Antofagasta que en Valdivia.
Frente a la actual arquitectura de mercado, promovida por gestores inmobiliarios más que por arquitectos o clientes visionarios, los conceptos vernáculos parecen más sensatos que nunca. De hecho, entre hibridaciones programáticas, novedosas envolventes y técnicas proyectuales digitales, la arquitectura de vanguardia abraza hoy el concepto de la sustentabilidad, haciéndolo parte integral del diseño, cuando no el punto de partida. Es la reacción de la disciplina ante urgentes preocupaciones medioambientales y casi un siglo de arquitectura insostenible; es decir, ineficiente, complicada, falible, costosa. Las grandes oficinas internacionales dan cuenta de esta actitud que constituye, en realidad, el establecimiento de una nueva filosofía y acaso también un renovado estilo de arquitectura.
¿Qué es arquitectura sustentable? Ni más ni menos que la arquitectura bien hecha. No necesariamente intrincados diseños bioclimáticos ni una militancia ecologista, sino simplemente el sentido común encarnado en una buena práctica constructiva y una correspondencia entre medios y aspiraciones. La tradición vernácula, experiencia de generaciones, es intrínsecamente sustentable, y de ella la profesión extrae siempre valiosas lecciones. Sustentable es la arquitectura pensada como un servicio, para goce y comodidad del usuario, eficiente en todo sentido, económica de mantener (la "durabilidad" vitruviana) y, en ese sentido, pensada siempre como una inversión a largo plazo, aunque el esfuerzo inicial deba ser mayor que el mero mínimo.
En Chile, en tanto, estas consideraciones parecen estar lejos del estándar inmobiliario, aunque pretenda pasar por "inteligente" o "de última generación". Todavía se levantan torres de muro-cortina de cristal que dependen de costosos sistemas de calefacción y enfriamiento artificial. La economía inicial explica la repetición de estos modelos, pero ya en el corto plazo el resultado es mediocre. El público, ignorante de la diferencia, sigue aceptando lo que se le ofrezca, mientras que allá afuera la vanguardia explora precisamente lo contrario: la satisfacción que surge de lo apropiado, de lo responsable, de la economía inteligente, de la milenaria dialéctica entre obra y clima, cultura, lugar.