Cuando se es escritor y se ejerce la honrosa misión de representar al país como embajador, invariablemente le plantean a uno la pregunta: ¿Se puede escribir y ser embajador al mismo tiempo? ¿Cómo es eso de ser embajador y escritor a la vez? Medio año cumplo este agosto como embajador en México, y la pregunta me la hacen amigos y medios, escritores y diplomáticos. Creo que la respuesta depende de los momentos en que uno escribe y del aislamiento que uno necesita para escribir. En ese sentido, la respuesta depende de la rutina de cada escritor.
Soy un escritor que antes, en la academia estadounidense, solía escribir diariamente entre las seis y las nueve de la mañana. Después comenzaba el día académico. Escribir a esa hora me acomoda: cada mañana te levantas con más o menos el mismo ánimo a continuar una novela. Si escribes por la noche, en cambio, tu ánimo dependerá de las vicisitudes del día, y en ese sentido se altera el aliento del relato, lo que puede perjudicarlo. Soy un escritor alondra, no búho, como suele decirse. Necesito saber que la primera quietud del día me pertenece en forma regular, como el pan nuestro de cada día. Mi actividad escritural se frustra si la ejerzo sólo en forma ocasional. Escribir novelas es una expresión creativa encadenada a una férrea disciplina de trabajo diario. Por eso, si bien viajes y experiencias nutren mis novelas, al mismo tiempo las postergan, pues lo despojan a uno del sosiego necesario para escribir. Mi escritura tiene como premisa la generosa tregua que sólo puede brindar el ocio.
Pero el mundo diplomático no ofrece tregua. La jornada de embajador termina más tarde de lo que suele comentarse, y comienza más temprano de lo que suele imaginarse. En México, que por población equivale a siete países como el nuestro, y que por su autonomía estadual y la variedad de sus culturas regionales equivale a otro tanto, mis mañanas no comienzan con la escritura como en el Midwest . Parte en verdad con la lectura de los principales diarios nacionales, continúa con la de los chilenos y con el examen del acontecer en el vecino inmediato, la primera potencia mundial. Después de eso, Ciudad de México, una de las ciudades más grandes y dinámicas del mundo, ya está en ebullición: arranca con los contundentes desayunos de trabajo.
No me quejo. Sólo reflexiono sobre el tema en un país con una tradición rica en que se entreveran diplomacia y literatura. Baste con mencionar a Octavio Paz, Carlos Fuentes o Sergio Pitol. Y por el lado chileno, recordemos que aquí fueron cónsules nada menos que Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Tenemos una Cancillería generosa y hábil en este sentido: sabe que la proyección internacional de sus embajadores-escritores aporta, no resta, a la presencia de Chile en el exterior. El reciente llamado a la concordia de Mario Vargas Llosa con nuestro embajador en París, Jorge Edwards, lo demuestra. Por cierto, creo que es la primera vez en nuestra historia que hay dos escritores, ambos independientes, como embajadores, y acreditados en países donde la cultura se escribe con mayúsculas.
Es cierto, en mi caso no he escrito una sola línea de novela desde que asumí. Pero no es tan delicado, porque mis novelas se alimentan de la vida, como le ocurría a Ernest Hemingway, y no tanto de la literatura, como en el caso de Jorge Luis Borges. Y como experiencia de vida, una semana en México equivale a un año en la paz bucólica de un campus universitario. Claro, esa vertiente necesita tiempo para desembocar en una trama literaria. Por eso, aunque no escriba físicamente en mi condición de embajador, lo hago de un modo vagamente diferido. Ante la pregunta recurrente de cuánto tiempo le tomó a uno escribir la última novela, habría que responder: me tomó desde el nacimiento hasta que le puse el punto final. Por ello, aunque como embajador no tenga tiempo para escribir, de alguna forma siempre estoy escribiendo.