Víctimas de robos y asaltos claman en el desierto, el propio desierto en que viven. Tras cada incidente la prensa vocifera y la policía hace lo que puede, pero siempre escasean testigos y rara vez se comprueba una organización vecinal para prevenir delitos. Por el contrario, pareciera que cada golpe es un drama privado que suscitará una pasajera y muda compasión para pronto quedar sepultado en el olvido, hasta que un nuevo incidente nos vuelva a estremecer. Los delincuentes triunfan precisamente por contar con la triple ventaja de una justicia inútil, botines seguros y la paradojal complicidad de toda la ciudadanía. A diferencia de sociedades con real espíritu cívico, el chileno es culpable de su propia inseguridad a causa de una insociabilidad patológica: en apariencia indiferente, torpe de modales, siempre incómodo ante un saludo en el pasillo o el ascensor, enajenado al volante, incapaz de entablar una conversación amena con un extraño en la calle, o de establecer vínculos de urbanidad ni siquiera con sus vecinos inmediatos; ignorante de los mínimos requisitos -y placeres- de la vida en sociedad. Es evidente que este aislamiento huraño, individualista, egoísta, resulta fatal a la hora de intentar proteger una comunidad, llámese ésta edificio de departamentos, pasaje o barrio. El anonimato es, en la ciudad densa y extensa que engendramos, nuestro peor enemigo.
¿Demoler barrios completos para reemplazarlos por edificios de mayor altura, o expandir la ciudad aumentando la densidad urbana? Sería útil definir de antemano el verdadero objeto de una densificación; comprender que una buena ciudad no está necesariamente hecha de edificios gigantescos, aunque algunos alcaldes e inversionistas se empecinen en glorificarlos. Como ejemplo, en Santiago de mediados del siglo XX surgió una tipología que encarna todas las virtudes de la ciudad-jardín en densidad: un edificio de vivienda con escalera en palier, sin ascensor ni pasillos comunes, con un máximo de cuatro pisos y un volumen apropiado para el buen soleamiento y ventilación; un edificio pequeño que puede ser erigido en el mismo predio donde cabría una casa. Por toda la ciudad se encuentran aún estas joyas de arquitectura doméstica y escala adecuada al entorno, al tamaño y forma de las casas vecinas, al ancho de las calles, a la altura de los árboles. He aquí, además, un modelo adaptado con inteligencia a la realidad económica de una sociedad y su cultura, puesto que al prescindir de ascensor, subterráneo y otros gastos de construcción y mantención, ofrece una vivienda más costeable en el tiempo y con mejores estándares espaciales. Al convivir pocas familias en un entorno de barrio, asegura también un estilo de vida infinitamente más amable, solidario y seguro que el de aquellas torres de cientos de departamentos anónimos, uniformes, en que apenas se transita del automóvil al ascensor y viceversa, acaso espiado por grisáceos conserjes y circuitos cerrados de televisión. Que no nos digan que no hay alternativas.