Cada vez que regreso a Chile trato de observarlo con ojos de extranjero, porque creo que es la mejor forma de ver lo propio. El habitante de Roma no se percata de los testimonios arquitectónicos entre los cuales transita día a día, porque se acostumbra a ellos. El turista, en cambio, se detiene azorado en cada esquina. Es bueno observar lo propio instalando entre uno y el objeto la distancia que permite la extrañeza.
En el marco latinoamericano, Santiago impresiona por su modernidad y prosperidad, sus calles limpias y ordenadas, las torres en construcción, sus autopistas y Metro, su ritmo trepidante y su población acelerada. Viniendo de México y del modo en que su gente disfruta el arte de la plática y su cocina, patrimonio cultural de la humanidad, los chilenos parecemos ansiosos por lograr metas. Cuando mexicanos y chilenos se sientan a la mesa por primera vez, los mexicanos quieren antes que nada conocerte, echar lazos, sembrar amistad; nosotros, en cambio, sacamos la agenda y pretendemos cerrar negocios en lugar de compartir sentimientos y disfrutar la compañía.
Exploro nuestra televisión y me llama la atención la forma en que conversamos: de forma atropellada, sin que se entienda a ratos lo que se enuncia. Unos interrumpen a otros, abundan las muletillas, varios hablan a la vez. Lo peor: manejamos un vocabulario reducido, usamos los mismos verbos y adjetivos básicos, pocos emplean sinónimos o palabras precisas. Además, carecemos de la capacidad para matizar. No sabemos cómo discrepar sin ofender, cómo criticar sin herir, cómo convencer sin aplastar. En las discusiones advierto mucho ceño fruncido, mucho oído sordo, inquietantes dosis de ira y soberbia. Confundimos debatir con pontificar. Quien piensa diferente es un enemigo. Basta ver conversaciones en la televisión mexicana, colombiana o peruana para captar la crisis de expresión de que hablo.
¿Enseñamos a los niños y adolescentes a debatir de modo respetuoso y fundamentado? Porque, al final, el déficit es una cuestión de educación y ambiente. Es insostenible una sociedad democrática que no cultive, entre otros aspectos, el arte de debatir democráticamente. Hoy estamos saturados de clichés, de hechiceros que se pasean con la panacea para todos los males del planeta bajo el brazo, de vociferantes que apabullan el libre juego de ideas mediante consignas y tambores. Estamos perdiendo elegancia y tolerancia. En vez de argumentos, peñascazos. Hay que construir espacios de debate. No de 140 caracteres, donde cualquiera es rey, sino aquellos que brindan respeto y exigen argumentos sólidos y fundamentados. En esto, la escuela y los maestros tienen una gran responsabilidad. Las universidades estadounidenses y europeas valoran altamente a los postulantes que integraron clubes de debate en la escuela. Si son capaces de convencer, tienen altas probabilidades de triunfar en la vida.
Evidentemente, una familia que se pasa ante el televisor o el computador y no se comunica, empobrece su vocabulario. Sospecho que esta carencia también tiene que ver con la falta de lectura y debate en escuelas. Si los alumnos sólo memorizan datos y no son invitados a opinar sobre lo leído, de poco sirve la lectura para el vocabulario y la personalidad. No hay que concebir el estudio de la literatura en la escuela como algo que sólo aporta a quien abrazará una carrera de letras. El debate sobre personajes y circunstancias puede contribuir también a la educación democrática. Si no logramos que en las escuelas se ejercite el debate respetuoso, es altamente improbable que sus alumnos exhiban en la madurez conductas que nunca fueron estimuladas.