A mi escritorio llegan, todas las semanas, los antecedentes de jóvenes arquitectos recién egresados, llenos de ilusión por comenzar la vida profesional para la que se prepararon con gran esfuerzo durante largos años. A todos les contesto de la misma manera: que será un camino difícil, una competencia formidable entre miles de semejantes en un mercado no sólo exclusivo sino indiferente al rol del arquitecto, y que posiblemente una fórmula de supervivencia sea la máxima diversificación del campo profesional y de los propios talentos personales. Queda entendido que en esta búsqueda de oportunidades no deberán jamás transarse los ineludibles principios de responsabilidad social y ética profesional, y que si bien ese compromiso no garantizará hacerse rico, al menos garantizará la satisfacción de una vida honrada. Que no existe arquitecto sin visión política; es decir, de ciudad, de mundo. Y buena suerte.
En los últimos treinta años el número de escuelas de arquitectura en Chile se ha multiplicado desde las tradicionales 6 hasta las 48 o más de hoy, mientras la población ha crecido un 50% en igual período. Fiel a la filosofía económica que nos transformó en un país aparentemente próspero, el Estado no se arroga atribuciones para limitar la admisión a escuelas profesionales de acuerdo a las reales necesidades del país, y tampoco se interesa en velar por la calidad académica impartida que es, de hecho, escandalosamente desigual.
La enseñanza de la arquitectura combina materias objetivas y principios filosóficos con una transmisión de experiencias vitales. Jamás se ha convenido en un método infalible para enseñar arquitectura, pero existen mínimos requisitos -obvios y universales, en realidad- para hacerlo responsablemente: alumnos con una aceptable instrucción previa, una planta académica experimentada, un programa de estudios coherente y estable, una sólida biblioteca. En Chile, por una razón u otra, escuelas así son las menos, de modo que entre las nuevas oleadas de egresados habrá sin duda diferencias irremontables. El Estado no garantiza calidad, y la premisa de que en educación "el mercado se regula solo" ha resultado ser un chiste cruel para un importante porcentaje de jóvenes que verán frustradas sus aspiraciones y desperdiciados sus esfuerzos. Pierde también el país, al equivocar el rumbo y malgastar sus recursos. Sólo ganan las universidades, alimentadas de la obsesiva pretensión nacional por el estatus del título profesional, consecuencia de la feroz distinción de clases que por generaciones debilita a la sociedad chilena, cuando lo que el país de verdad necesita es un ejército de orgullosos técnicos y obreros, altamente calificados y tan bien pagados como el profesional más competente.