Aclaro que me gusta la tecnología, aunque no soy de los que hacen fila para comprar el
iDturno. Tengo dos celulares; un
iPod, iTrip y un
dock, además de un GPS de molesta voz neutra. Tengo
Facebook y
Twitter (más que tuitear, observo); me entretengo con Instagram, juego
Angry Birds y chateo en
WhatsApp.
Me he sorprendido agradeciendo a Dios por la tecnología, porque me ahorra tiempo precioso que puedo dedicar a mi familia y a mí misma. Me conecta con los que más quiero sin importar la distancia. Puedo mandarles cariños con un =) o un animoso pulgar en alto. Aprecio la tecnología más que mis hijos, nativos digitales que olvidaron que aún existe el teléfono fijo.
Sin embargo, esta maravilla también me entristece. No los dispositivos, sino cómo los estamos usando. En las reuniones, en clases, caminando, incluso en los funerales se chatea, se ve el correo o
Facebook.
Por las calles, la mayoría luce enormes o minúsculos audífonos que llevan a sus oídos de todo, menos los sonidos del ambiente. La súper conexión nos hace creer que vivimos “en línea” con los otros, pero es lo contrario. Nos escondemos de sus rostros, de sus palabras.
El gran temor del hombre es la soledad y la tecnología nos da la falsa sensación de que vivimos acompañados, dice la socióloga Terry Turkle.
Sólo hay que mirar a nuestro alrededor para corroborarlo. Si alguien se sienta solo en un banco de plaza, inmediatamente surge el pánico y echa mano al celular. “No crean que estoy solo”, parece gritar. Hace años, almorzando con mis hijos en un atestado restaurante, vimos a una mujer mayor que comía sola en una mesa cercana. Lo hacía con tal deleite y reverencia, que su soledad terminó siendo un ejemplo de humanidad. Mostró sin estridencias que lo pasaba muy bien consigo misma.
Y ese es el problema. Esta excesiva conexión está dejando a nuestros niños y jóvenes sin experimentar lo que es estar solo, espacio único para volverse hacia uno mismo y construir identidad. Aprender de las propias luces y oscuridades es fundamental para conectarse con otros y crear lazos verdaderos.
Pero hoy no es fácil hacerlo. Si no es el
chat, es la TV o la música que atrapa al silencio, compañero vital de la soledad para comenzar a construir el mundo interior.
Quiero reivindicar aquí el valor de la soledad y el silencio. Debemos enseñar a nuestros niños a no tenerles miedo, animarlos a crear esos momentos. Puede ser con un buen libro, digital o de papel. Él abrirá espacio al silencio, y éste, al camino hacia otros mundos que les ayudarán a construir el propio.
Contarles que el pánico de estar solo da paso a la curiosidad por descubrir quién es ese ser especial que llevamos dentro.
Enseñarles a estar solos y en silencio es la mejor herramienta que podemos entregarles para que nunca experimenten la verdadera soledad.