Soy ciclista urbano desde los 16 años, pedaleando al colegio, luego a la universidad, y después también a mi primer trabajo. Al mudarme a Boston para perfeccionarme y trabajar, descubrí el placer de una ciudad que cuenta con una extensa red de ciclovías y una cultura de absoluto respeto por la bicicleta, incluso cuando circulan en la calzada. Por ese tiempo recibí de regalo la que me acompaña hasta hoy: una sólida Raleigh de paseo de los años ’70, con cambios, canastillo, parrilla y una campanilla que compré en una ferretería de Katmandú.Me jacto de conocer varias ciudades del mundo en bicicleta: París de punta a cabo, varias veces; buena parte de Nueva York (Manhattan y Brooklyn), varias veces; Río de Janeiro (envidiables ciclovías), Barcelona (bicicletas públicas), Stuttgart, Boston. De retorno en Santiago, la miseria urbana me hizo valorar aún más la bicicleta: ella otorga un sentido de libertad, bienestar físico evidente y una cuota de superioridad moral sobre las hordas de amargados automovilistas. Hoy pedaleo con frecuencia entre mi casa, mi oficina y la universidad; para hacer pequeñas compras o trámites en distancias razonables, y en ocasiones también para hacer un melancólico paseo de domingo en la tarde a lo largo del río Mapocho, desde el canal San Carlos hasta el extremo poniente del Parque de Los Reyes, y vuelta. Recomiendo ese periplo al ciudadano ensimismado: ahí están, a la vista, todo el esplendor y la decadencia de Santiago.Predigo que en muy corto tiempo el ciclismo urbano va a tener un crecimiento explosivo, proporcional al infierno vial que se avecina. Mientras más agobiante sea andar en auto o bus para distancias relativamente cortas, más gente decidirá subirse a la bicicleta. Santiago es ideal para ello; tiene una pendiente moderada (excepto el pie de monte) y el clima es templado. Las autoridades deberían estar ya de cabeza materializando una red de ciclovías diseñadas con inteligencia para el transporte diario de miles de ciudadanos, a buena velocidad, seguras y sin obstáculos, y no para paseos deportivos, como tan equivocadamente lo han hecho hasta ahora. Es por necesidad que en ciertos tramos el ciclista no tiene más alternativa que transitar por las veredas, estorbando a los peatones. Y es cierto que ha surgido una nueva generación de ciclistas incivilizados, desconsiderados con el peatón en la vereda: hay que atajarlos. Pero también es cierto que ninguna autoridad ha intentado poner orden, educar y mejorar en lo sustancial las condiciones de los ciclistas de Santiago, quienes damos un ejemplo de fe y optimismo frente al panorama tan adverso de la vialidad, el transporte y el espacio público.