Entre los episodios oscuros de la vida de Coleridge bosquejada por De Quincey, hay uno particularmente ilustrativo de la neurosis y el tedio que pueden afectar a un escritor en el trance de conseguir ingresos para sobrevivir. Se trata de las doce conferencias sobre arte y poesía que la Royal Institution de Londres le pagó de antemano en el invierno de 1806. Según De Quincey, Coleridge, que se encontraba en condiciones económicas y domiciliarias muy inestables, fue irresponsable, negligente y desdeñoso con la gente interesada en escucharlo. Embebido de opio, en varias ocasiones llegó a no levantarse de la cama a la hora del compromiso. A las pocas conferencias a las que fue se presentó sediento, con los labios ennegrecidos, y "parecía luchar contra una incapacidad casi paralítica para separar la mandíbula superior de la inferior". Se había confiado a su capacidad de improvisación sin disponer de un ánimo suficientemente ligero y elevado.
A pesar de los años transcurridos, esta escena sigue transfiriendo al lector una carga de angustia. Hablar en público es horrendo para todo el mundo excepto para los políticos. Y por algún motivo inextricable, en todo momento pareciera haber una expectativa encendida hacia las intervenciones orales de los escritores, como si lo escrito necesitara un suplemento de sentido.
Siempre hay gente dispuesta a organizar "mesas redondas" o ponencias con temas académicos de moda, y pretenden que uno participe con entusiasmo en virtud de una cierta idea de la solidaridad cultural. No hay piedad con el valor del tiempo del otro ni con sus escrúpulos intelectuales.
Yo no alcanzo a vislumbrar, por lo mismo, la razón por la cual se hacen lanzamientos de libros, como no sea una cuestión atávica, la necesidad de un bautismo, de un rito de iniciación. Porque dudo de que lo que se habla en tales ocasiones sobreviva en la memoria de los asistentes más allá del cóctel o "vino de honor". Cuando he participado de tales iniciativas, lo único que me ha quedado ha sido el ensombrecimiento anímico de las horas previas y la sensación de haber aportado baldazos de sin sentido a un océano de ruido.
Borges debió en algún momento, ya bastante maduro, dar conferencias para solventar algunos gastos básicos: escribía el texto, se lo aprendía y luego, frente al público, lo repetía íntegro. Era su modo de paliar la angustia escénica inherente a estos incordios.
¡Que hable, que hable!, cantan a coro los necios en las sobremesas corporativas, apuntando a alguno de sus pares con el objetivo de reírse de su cara de pavor. Según Filóstrato, el sofista Polemón, observando el terror impreso en el rostro de un gladiador que iba a saltar a la arena a jugarse la vida, le comentó: "Estás tan angustiado como si fueras a declamar".