El ferrocarril metropolitano de Santiago es uno de los orgullos de la capital y del país entero. Desde sus orígenes, en los años '60, hasta ahora que es parte fundamental del sistema integrado de transporte público, ha crecido sostenidamente: hoy cuenta con 108 estaciones en 103 kilómetros de vías -el segundo más extenso en Latinoamérica después de México- y alcanza 2.5 millones de pasajeros por día.
Conviene recordar que Metro es una sociedad anónima cuyos principales accionistas son CORFO y el Fisco. Además del transporte, administra una suma de espacios públicos equivalentes al Parque Forestal, cuya intensidad de uso es sólo comparable a la de un centro comercial en Navidad. Metro, una empresa financiada en parte por el Estado y que ofrece un servicio público estratégico, está obligado, por estas condiciones, a dar en su propio espacio el mejor ejemplo posible de urbanidad.
Metro ha abordado, con los años, excelentes iniciativas de promoción cultural. Desde 1993 existe MetroArte, un proyecto que incorpora obras de arte (algunas tan espectaculares como la de Toral en la estación Universidad de Chile o la de Matta en Quinta Normal), y en 1999 formó la Corporación Cultural, responsable de eventos multitudinarios y de gran calidad. Todo esto es un lujo que el ciudadano agradece. Pero nada de esto es suficientemente trascendente si no está refrendado por un principio superior de absoluta dignidad en el uso del espacio público, responsabilidad que en este caso recae exclusivamente en el administrador.
Me explico: De nada sirve exhibir las obras de arte más sublimes, si simultáneamente el público advierte absoluta indiferencia por la belleza y armonía del entorno. Es inexplicable que, bajo el pretexto de generar ingresos, se permita cualquier cosa, como es revestir cuanta superficie sea posible (muros a todo lo alto, torniquetes, peldaños, convoyes completos por dentro y fuera) con un mezquino autoadhesivo a granel, forzando publicidad en pasajeros cautivos como quien engorda un ganso para comer su hígado. Similarmente, tampoco sirven de mucho las célebres ruedas neumáticas, ingenio francés con que creímos tener el Metro más silencioso del planeta, si en los andenes debemos sufrir televisión a volumen descabellado (que debería ser muda), o si en los vagones debemos sufrir chicharras y una batería de anuncios pregrabados y repetidos hasta la náusea, todo siempre a volumen insensato, estación tras estación, sin regalarnos siquiera un instante de recogimiento o lectura. ¿Exagero?
Finalmente, una súplica: Que no destruyan, como pretenden, los revestimientos decorativos de cerámica y mosaicos vítreos de las estaciones de los años '70 y '80. Se trata de obras patrimoniales no sólo por sus diseños característicos, sino también porque están hechos con piezas fabricadas en Chile (en la prestigiosa fábrica IRMIR), cuya calidad y originalidad Metro jamás podrá igualar. En vez de remodelar estaciones como quien redecora una vitrina, lo que una empresa orgullosa haría es restaurar los muros a su estado original. Así se hace -téngase presente- en los metros de otras ciudades; ciudades con historia, ciudades queridas, ciudades bellas.