De pronto se abren las puertas de cuartos y muebles, y comienzan a agitarse las cortinas. Es como si un ventarrón cruzase la residencia de nuestra embajada en Ciudad de México, agitándolo todo. Me siento mareado, no puedo sostenerme en pie. Lo atribuyo a que acabo de llegar extenuado del aeropuerto, tras asistir en Chile al funeral de mi querido padre. Pero no se trata de una corriente de aire ni de un mareo, sino de un sismo que está azotando al centro de México. Con 7,8 grados, es el peor desde el terremoto de 1985. Lo que me confundió es que se trató de un movimiento -¿cómo describirlo?- vasto, circular y silencioso, sin ruido subterráneo.
Lo primero que se pregunta después de un temblor fuerte alguien que viene de país sísmico -como México o Chile- es dónde habrá sido el terremoto. Sólo la zona metropolitana de la capital mexicana con sus 78 municipios conurbados cuenta con 20 millones de personas, la mayor concentración de habitantes de las Américas, la novena en el mundo. En todo México viven alrededor de nueve mil chilenos. Cerca de cinco mil 400 residen en las regiones que experimentaron este martes el sismo. Logro comunicarme con nuestra embajada: el personal está bien y tampoco hay daños materiales que lamentar.
Nuestro personal está reunido en la calle. Siguiendo el protocolo para casos de emergencia, nuestro edificio, como todos los de la ciudad, ha sido evacuado en forma ordenada, y la gente se resguarda en puntos predeterminados. Nuestras oficinas están en el piso 18 de un moderno edificio, que bailó bien con el temblor, sembrando desde luego inquietud entre sus moradores. Un funcionario de la agregaduría agrícola quedó atrapado en el ascensor durante el sismo, experiencia que califica de dramática, pero fue rescatado rápidamente y puesto a buen recaudo.
Me impresionan la madurez, calma y orden con que la ciudadanía reaccionó ante el sismo. No debe olvidarse que la zona central de México, especialmente su capital, fue azotada en 1985 por un terremoto que cobró entre seis y 10 mil víctimas fatales, y destruyó millares de construcciones. Mientras avanzo por las calles atestadas, percibo una ciudad inquieta y alerta, que recupera la calma. Los gobiernos central y local informan que no hay víctimas ni daños materiales mayores. En ciertos puntos se registraron cortes de suministro eléctrico, y, como es de suponer, las líneas telefónicas sufrieron una sobrecarga porque millones deseaban averiguar el estado en que se encontraban sus familiares o compartir su vivencia.
En las esquinas se agrupa gente. Esperan a que pasen las réplicas para volver a las oficinas. En kindergartens y escuelas quedó en evidencia la utilidad de los simulacros de emergencia para estos casos. Fluye información. El gobierno recomienda revisar e informar sobre el estado de las construcciones. Llegan reportes sobre daños en construcciones en el estado de Guerrero, donde fue el epicentro. Pero pronto la vida recobra su ritmo normal. Mi agenda se mantiene: mi reunión con la comisión de agricultura del Senado mexicano no se cancela.
Y desde Chile no cesan las consultas de los medios. Siento inquietud en ellos y la opinión pública. Es como si el sismo hubiese tenido lugar en Chile. Sabemos de terremotos, sufrimos uno devastador hace poco y recibimos apoyo internacional para enfrentarlo. Por eso somos solidarios. Pero también nos preocupa este sismo porque entre mexicanos y chilenos se da una empatía natural. Pese a la intensidad del sismo, las noticias tranquilizan: no hay muertos ni heridos. México ha dado una lección de cómo un país con cultura sísmica enfrenta emergencias como estas.