Construir, como hizo Praz, un museo habitable en el cual cada pieza y cada cuadro y cada cortina y cada aparador cifraban una historia.
Cuando, hace ya mucho tiempo, hojeé por vez primera la Historia de la literatura inglesa , de Mario Praz, me impresionó la propiedad con la que el autor, a quien no conocía, se permitía manifestar opiniones personales enfáticas y adversas sobre escritores de siglos anteriores, tocados por la fama. Había comprado el libro por una necesidad informativa y en mi ignorancia se me ocurrió brutalmente -por pura asociación con la Editorial Losada- que Praz era un académico argentino.
Tiempo después, hojeando La palabra quebrada , de Martín Cerda, me cayó técnicamente la teja: Praz no sólo no era argentino sino que era italiano. Supe además que constituía un mundo en sí mismo, que administraba una personalidad de complejas tonalidades, que era un decadente del siglo XX que le había dado la espalda al mundo para recluirse en el palacio que llamó "la casa de la vida" (como un eco del famoso poemario de Dante Gabriel Rossetti, La casa de la vida fue también el título que Praz le puso a sus memorias).
El arte versus la vida fue la oposición en que se empeñaron parnasianos, esteticistas y decadentistas en la segunda mitad del siglo XIX, y a ella no fue ajeno Flaubert, a quien la vida, según nos recuerda Pritchett, le repugnaba particularmente. Construir, como hizo Praz, un museo habitable en el cual cada pieza y cada cuadro y cada cortina y cada aparador cifraban una historia, es equivalente a cancelar las vinculaciones con el farragoso presente y diseñar, digamos, un destino estético, protegido, levemente paranoico.
En la película "Grupo de familia", de Visconti, cuyo personaje central -interpretado por Burt Lancaster- está libremente basado en la figura de Praz, vemos en una escena al viejo erudito en su cama, afanado por revisar un incunable mientras por alguna parte se cuela una canción de Nicola di Bari: es la horrible realidad que asola los muros de la suntuosa prisión, el dato duro de la vida actual, cuya vulgaridad impide emprender cualquier vuelo a los espíritus criados en ambientes alfombrados y de luz tamizada.
El arte versus la vida es el tema general en el que Praz deslumbra: su libro El pacto con la serpiente es una revisión de esta grieta conceptual en la cultura europea. Como Ruskin, a quien le dedica dos memorables ensayos, Praz no se queda sólo en los productos sublimes del magín humano, sino que accede también a la estética del diseño industrial, a los objetos curiosos, a las novelas sentimentales fallidas.
Hará doce años, siendo editor de un suplemento, le encargué a mi amiga Constanza Acuña, entonces en Roma, que escribiera algo sobre Praz. Estuvo averiguando y se encontró con que los libreros locales le hacían expresivos gestos de rechazo cuando mencionaba su nombre: en su amada ciudad "eterna" Praz tenía fama de jettatore . Nadie quería tener nada con él.
Cuando pienso en Mario Praz, ahora veo la imagen de Burt Lancaster en "Grupo de familia". La simbiosis no es tan ingenua como podría pensarse: Lancaster, originalmente un cowboy , fue convirtiéndose con los años, influido por los personajes que le tocó actuar, en algo así como un señor italiano refinado, un poco anacrónico, apreciador del arte y de los placeres quintaesenciados.