El dilema no es hacer o no un mall en Castro, ciudad singular. El problema es cómo hacerlo, y dónde hacerlo. Para responder esas preguntas, que debieron ser obligatorias, la ciudadanía de Castro tenía algo que decir. La ciudadanía siempre tiene algo que decir, y una democracia siempre se propone escucharla. En rigor, el Estado de Chile debió garantizar que los habitantes de Castro fuesen oportunamente informados y consultados, y que el acuerdo de la ciudadanía fuese debidamente representado en ese proyecto. Esa es -sépanlo ya, legisladores- la receta de las mejores ciudades, grandes o pequeñas, del mundo.
Este bullado caso apunta directamente a la ética empresarial y profesional, y a la idoneidad de legisladores y autoridades locales. El edificio está completamente fuera de escala y carácter; todos lo saben, pero nadie lo impide. Al inversionista no le preocupa la armonía del lugar; cree que no le compete, tal vez ni siquiera la comprende. Hace todo lo necesario por promover las bondades de su negocio, y lo logra sin mayor obstáculo. El municipio, carente de planes inteligentes, calcula los beneficios de la inversión y se contenta. Se justifica simplemente en la letra de la ley, que para eso está. Olvida, sin embargo, calcular cuántos comercios desaparecerán de las calles, y qué otras consecuencias negativas habrá. La opinión pública, mantenida ignorante de sus posibilidades, acepta como realizada una aspiración de modernidad, de aparente globalidad, de semejanza con la ciudad ideal, sin imaginar que el modelo es sólo un espejismo del progreso, una trampa para ilusos, y con precedentes de tal. De los arquitectos no hay mucho que decir: son apenas siervos del inversionista, sin principios ni pretensión alguna, excepto su recompensa.
Pero esto no basta. El inversionista y sus colaboradores ignoran deliberadamente el permiso otorgado: construyen mayor superficie, mayor altura, más estacionamientos de los que eximirían de un estudio de impacto vial en la propuesta original. El municipio cursa repetidas infracciones que paralizarían las obras. Ahora el inversionista es temerario: lo suyo es obviamente más poderoso que la ley. La estrategia de los hechos consumados. Con un caso así de notorio, el gremio de la Construcción debería ya haberse pronunciado.
Si hemos de juzgar el futuro mall de Castro a la luz de otros proyectos de la misma inmobiliaria, el prospecto es desolador. Su mall en Puerto Montt es otro disparate impuesto mediante promesas insatisfechas en el panorama de la ciudad, en pleno borde costero. Fuera de lugar, mezquino con la calle, mediocre en su diseño y miserable en las terminaciones; un ejemplo de todo lo penoso que puede ser un negocio inmobiliario cuando no aspira a nada más importante que una máxima rentabilidad. Cosa similar ocurrió en el puerto de San Antonio y en la plaza de La Reina, por nombrar algunos; acaso próximamente en Puerto Varas, Valparaíso y Providencia.
Por último: no sólo el número de escuelas de Arquitectura se multiplicó descabelladamente en treinta años, sino que las atribuciones de tuición ética de los colegios profesionales fueron abolidas por decreto de gobierno en 1981. El propósito era, obviamente, debilitar los gremios y liberalizar el ejercicio de las profesiones. Desde entonces, los cada vez más numerosos arquitectos no están obligados a colegiarse, y por lo tanto tampoco a responder ante sus pares por su desempeño profesional. En el caso de Castro, los resultados están a la vista.