Mucho había escuchado comentar a embajadores sobre la trascendencia de la presentación de cartas credenciales. En Santiago he contemplado desde lejos la salida de nuevos embajadores de La Moneda mientras la banda toca su himno nacional. También presencié algo de la ceremonia en Berlín, Bonn y Estocolmo. Siempre las vi como algo distante y siempre oí que son inolvidables porque constituyen el acto mediante el cual el embajador asume en plenitud. Esta vez me correspondió a mí presentar cartas. En México, al Presidente Felipe Calderón.
Esta tradición viene, desde luego, de cuando no existían internet ni teléfono ni cable transoceánico. Viene de cuando los embajadores viajaban durante meses portando un papiro o un pergamino del Jefe de Estado remitente que lo acreditaba como representante ante el dignatario del país anfitrión. Aquel documento, escrito con bella caligrafía y estilo exquisito, garantizaba que su portador era el embajador. Supongo que en el pasado más de alguno fue suplantado en el camino.
El valor práctico de las cartas devino magnífico simbolismo. Las comunicaciones modernas eliminaron la sorpresa. Hoy basta con googlear un instante para obtener detalles sobre cualquier persona. Pero la ceremonia sigue siendo solemne y única, y las cartas de hoy siguen pareciéndose en material, estilo y caligrafía a las del pasado.
Tuve la fortuna de presentarlas en el imponente Palacio Nacional, recién restaurado, que se levanta en el centro histórico de la capital, en el sitio donde estuvo el centro de la ciudad azteca de Tenochtitlán, conquistada por Hernán Cortés. De 200 metros por lado, el palacio se alza donde antes se alzó el Palacio de Moctezuma, que tenía la misma extensión del edificio actual. Cortés ordenó levantar un palacio con los bloques de la construcción azteca, que su hijo vendió en 1562 a la Corona. Allí se levantó la administración del Virreinato de la Nueva España. De 40 mil metros cuadrados, su última remodelación data de la década de 1930.
Aguardé mi turno en el Salón de Recepciones, segundo piso del palacio, conversando con colegas entre óleos, espejos y cortinajes, a pasos de donde los presidentes lanzan cada año el grito de la independencia ante el monumental Zócalo atestado de gente que celebra su patria. Poco antes, en la escalera que lleva al segundo piso, admiré otra vez el gran mural de Diego Rivera que narra la historia de México, obra que azora por su belleza, complejidad y aspiración totalizadora.
Cuando llega el instante de presentar las cartas, avanzo por los salones cuajados de historia, flanqueado por diplomáticos chilenos y el protocolo mexicano. Sigo entre esos muros los pasos de otros embajadores que hicieron lo mismo a lo largo de siglos, cumpliendo la ceremonia más solemne y trascendental de la vida diplomática. Pero cuando franqueo el último umbral y tengo de pronto ante mis ojos al sonriente Presidente Calderón, acompañado de su esposa y de su canciller, y le entrego las cartas y obedezco su invitación a tomar asiento para platicar, vuelvo al presente, a ser yo mismo, a instalarme en mis responsabilidades. Salgo del Salón de Embajadores recordando las palabras de admiración del Mandatario por Chile y dejando en su poder el documento rubricado por nuestro Presidente. Afuera, bajo el cielo despejado, la gran banda militar interpreta impecablemente nuestro himno, emocionando a la delegación completa. Ahora sí soy embajador con todas las de la ley.
Siempre las vi como algo distante y siempre oí que son inolvidables.