La historia de Chile es, en gran medida, la historia de sus terremotos. La naturaleza nos condena a sufrir al menos un cataclismo devastador cada veinticinco años, de modo que cada generación experimenta, en el curso de la vida, dos o tres que le afectan indeleblemente. Qué duda cabe de que la idiosincrasia del país está forjada por esta circunstancia: la resignación a la demolición arbitraria, la total indiferencia por el patrimonio histórico, y una provinciana inclinación a considerar cualquier novedad como progreso, aunque sea un absurdo aberrante o de peor calidad que aquello que reemplaza.
Se creería que un país que debe ponerse a prueba con regular frecuencia, aprendería de las históricas lecciones que acumula. Y, sin embargo, nuestro escaso patrimonio construido termina por desmoronarse hoy en la desidia o la codicia; buena parte de la arquitectura aún aspira semejarse a modelos foráneos -conceptualmente inadecuados a nuestra realidad- y la planificación del territorio difícilmente se materializa con coherencia en el largo plazo, sirviendo mal los intereses y el potencial de sus habitantes; aunque mejor sirviendo los apetitos de la inversión privada en el corto plazo.
La conservación del patrimonio es principalmente cuestión de orgullo cívico, y como tal depende de la sensibilidad popular. Pero también se valoriza y protege el patrimonio cuando está en pleno uso, y para ello los marcos legales exitosos en el mundo promueven la restauración o reconversión gracias a flexibilidad normativa y estímulos económicos: asesoría técnica, crédito blando, subsidios y exenciones tributarias. La clave del patrimonio es que sea un buen negocio para todos. No es fácil: Valparaíso, que debería dar el ejemplo, se desangra en el intento.
En cuanto a la arquitectura, y como todo ingeniero convendrá, en un país sísmico como Chile los edificios más sensatos (es decir, económicos y resistentes) serán siempre aquellos de plantas sencillas y regulares, de volumen simple, de altura moderada y con estructura en base a sólidos muros. Junto a esto, y desde el punto de vista de una eficiencia elemental (es decir, el mejor desempeño al menor costo), enormes fachadas de cristal desnudo, ausencia de protecciones solares y nula ventilación natural, entre otros, son todos caprichos irracionales, moda, una mezquindad.
Por último, cada terremoto nos obliga a repensar el territorio. La planificación no puede ser menos que un ejercicio absolutamente desinteresado y democrático, involucrando a la población en las decisiones a tomar, al más largo plazo imaginable y siempre orientado al orgullo del habitante y a la belleza como un bien. Estos valores preceden y convocan a la riqueza, pero rara vez al contrario.
¿Cuánto mejor estaremos para el siguiente terremoto?