¿Por qué un gobierno con éxitos económicos tan evidentes, 6,2% de crecimiento (el mejor de la OCDE en 2011) o 6,6% de desempleo, se ve tan desfavorecido en las encuestas? ¿Por qué cuestiones tan apreciadas por los chilenos en su vida diaria -como la portabilidad numérica- se oscurecen detrás de la discusión tributaria o cambio al sistema electoral, que poco le importa y menos entiende la mayoría y, sin embargo, ocupan las principales páginas de los diarios?
¿Por qué en la discusión pública prevalece, al decir de alguien, el ruido sobre la música? ¿Por qué no aparecen los contornos de la obra de un gobierno, que en variadas áreas trabaja incansablemente sacando adelante iniciativas como Chile Atiende, que mejora el servicio de las reparticiones públicas a los chilenos, o el Bono AUGE, que permitió a 380.000 compatriotas en eternas listas de espera recibir atención para solucionar sus graves problemas de salud?
Porque está perdiendo la batalla de las ideas.
Porque en su vértigo con las encuestas, ha olvidado que la política adquiere su nobleza cuando se funda en ideas y principios. Si éstas no se promueven, y por el contrario, se pretende arrebatar las banderas al adversario socialista, se está, al decir de Jaime Guzmán, revelando el reblandecimiento moral de los partidarios de una sociedad libre.
La portabilidad numérica es el resultado de empresas privadas eficientes, que arriesgan altas sumas de capital, compitiendo en un marco regulatorio adecuado que caracteriza el sistema económico chileno; complementado esta vez con una oportuna intervención del gobierno. Pero no es posible que la gente aprecie esto, si se le dice todos los días que las empresas son abusadoras, que tienen utilidades excesivas, y que sólo tenemos esta maravilla de la portabilidad numérica por la bondad del Gobierno y su afán de castigar los abusos de las empresas. Deja de ser un mérito de este gobierno: su deber nomás cumple.
Si ese discurso se generaliza y todas las empresas son sospechosas de colusión, de abusar de los consumidores, de ganar demasiado dinero; entonces, el sistema de economía libre no funciona y hay que cambiarlo.
Y para cambiarlo hay candidatos mejores que Sebastián Piñera. Y que la derecha.
No se puede ser empresario y estar orgulloso de ello, si el discurso de todos los días los fustiga, en un patético intento por "alejarse de los empresarios". Si alguien se avergüenza de ello, ya concedió el punto a los adversarios de una economía de mercado.
Tampoco se puede mostrar sorpresa por las desigualdades y de la noche a la mañana descubrir que las recetas de los adversarios (aumentos de impuestos) son superiores a las propias (crecimiento y empleo) para combatirlas. Si el Gobierno quiere poner la desigualdad en el eje de su mandato, hace el ridículo al no darse cuenta de que su intento está liderado por un verdadero ícono de la desigualdad: el Presidente Sebastián Piñera.
El mismo que fue elegido hace dos años para ejercer el cargo por más de la mitad de los votantes.
Es que la centroderecha, aunque pese a algunos que se declaran pragmáticos y consideran pasado de moda invocarlos, tiene principios. ¿Cuáles son esos principios?
En primer lugar, la libertad. Esa libertad tan alejada de aquellos que se declaran liberales y compiten por cuántas regulaciones y limitaciones imponen diariamente a la libertad de las personas. Segundo, la responsabilidad individual, que nos dice, por ejemplo, que quien está sobreendeudado es a causa de su comportamiento y no porque alguna empresa lo indujo.
La libertad y la responsabilidad individual, como principios, conducen a dos políticas inevitables para garantizarlos: el Estado limitado en sus atribuciones y los impuestos bajos. No se trata de dogmas, sino de principios. Quien no entiende esto, no entendió nada.
Cada ministro que hace suyo el discurso de la desigualdad y de los abusos empresariales, clava aún más el cuchillo en el alma del Gobierno y hace disminuir el apoyo hacia él. Ojalá se den cuenta luego en La Moneda.