Una de estas mañanas de enero fuimos a la Parroquia Italiana a ensayar el último adiós a Rodrigo Maturana. A la salida del responso, cuando el exiguo cortejo partió por la calle Bustamante junto al parque, pensé que esta conspiración de sol, de follaje, de polvo suspendido, de calzadas, aglomeraciones y bocinazos sería el último contacto de la realidad con su cuerpo, imposibilitado por lo demás de registrar esta postrera insinuación del fragor santiaguino que tanto conoció.
Hubo poca gente en la iglesia y en el Cementerio Católico, lo que, visto de manera positiva, indica que tuvo unos funerales íntimos, sin alharacas innecesarias. De los antiguos habituales de Maturana sólo se divisaba a Farfán, con quien hizo sus películas, y a Marcelo Jarpa, con quien lo unió una amistad larga y peripatética. Al menos son los que puedo nombrar. El resto: familia, esa familia que siempre fue una incógnita, dadas las peculiaridades del personaje. "Todo está bien, y la muerte también", podría haber sido la divisa para esa mañana cálida.
Rodrigo Maturana fue un animador en la trastienda del aparataje cultural, literario, cinematográfico o videístico de los años ochenta. Así lo conocí yo, sabiendo que su acervo y su experiencia venían de muy atrás. Hasta 1983 se movía -siempre desde la caída del sol en adelante- por el Paseo Ahumada, donde tenía una buena claque de excéntricos a los que les asignaba roles en una película que nunca realizó. Después se trasladó al sector de Lastarria y del Forestal, y en los años noventa se lo encontraba en el Drugstore. Un accidente que puso en riesgo su visión lo sacó de las calles.
Nunca sabremos los alcances de su erudición, porque venía en un mismo impulso que su megalomanía humorística. Estudiaba o sabía chino y sánscrito, se manejaba perfectamente en francés y en inglés, y le interesaban en un mismo grado los más prestigiosos productos del espíritu que las anécdotas de la picaresca mapochina (lo que él llamaba "el pinganillismo"). Una vez lo vi improvisar un tema de Thelonious Monk haciendo sonar con los labios una peineta forrada en papel.
Sin contar su propias y divertidísimas producciones posteriores ("El sueño del ratón en la sopa" y "El caso de las papas polacas"). En estas últimas se saca el empacho del absurdo que marcó su imago mundi . La mayoría de la gente lo recuerda como el profesor delirante de "Palomita blanca", pero también aparece en "Vías paralelas", de Cristián Sánchez, y en "El Charles Bronson chileno", de Carlos Flores.
Lo último: en 1986, una señora que siempre pedía plata a la salida de la Fuente Alemana con voz suplicante desapareció de un día para otro. Rodrigo llegó contando que había muerto, que en verdad se trataba de la dueña del restaurante y que él había asistido a su funeral, donde aparecieron mozos con bandejas con lomitos al momento de bajar el ataúd. Como gesto de despedida, los deudos lanzaban sus servilletas usadas a la fosa.
El asunto es que dos días después, la famosa señora volvió a ocupar el lado afuera de la Fuente Alemana con su canto lastimero. Aparentemente sólo había estado enferma.
La mayoría recuerda a Rodrigo Maturana como el profesor delirante de "Palomita blanca", pero también aparece en "Vías paralelas", de Cristián Sánchez.