Es justamente internet, donde todos somos críticos, donde todos somos parlamentarios, la que está resucitando en los jóvenes la necesidad de la política, la nostalgia por el juicio crítico.
Nadie se ha ganado un odio más universal y común que los políticos. Sólo compiten con ellos en el mundo de las artes los críticos. Inútiles, corruptos, elitistas o demasiado populistas, vendidos o crueles, un sinnúmero de casos particulares ilustra un prejuicio inamovible que los años no hacen más que intensificar. Parásitos los llaman los que los odian, pero hasta los que los defienden no pueden evitar confesar que eso son, habitantes de un cuerpo ajeno que limpian o succionan, bestias simbióticas que necesitan un libro o un país para actuar. Legisladores, administradores, difundidores, creadores quizás, pero sólo de una forma vicaria, creadores porque otros crean antes que ellos. Al fin y al cabo usurpadores, hombres que usan tu voto para conseguir prebendas para ellos y sus amigos, señores que cuentan el final de la película y usan la emoción de lo que no has visto aún para sus propios fines, su propia mísera fama de cortesano o terrorista que como los talibanes de Afganistán bombardean las estatuas gigantes que no pueden, que no saben comprender
Envidiosas bestias que no saben cómo se hacen realmente las cosas, que con dos palabras destruyen años de esfuerzo, que con una ley te convierten en un paria o en un hambriento. ¿No estaríamos mejor sin ellos? ¿Quién realmente los necesita? ¿No resulta un acto de masoquismo sin sentido mandarles tus libros gratis, organizarles pases de prensa antes del resto de los espectadores? ¿No es igualmente absurdo pagarles dieta a esos señores que se burlan de tus votos, no es absurdo ir a votar para que alguien te diga que opinas lo que no opinas? El sueño de un arte sin crítico, de un país sin políticos, lo han compartido siempre los anarquistas de ultra izquierda y los millonarios de ultra derecha. Pensadores de ambos extremos han usado lo mejor de sus esfuerzos en probar la inutilidad de los parásitos que no hacen más que frenar el negocio o la revolución, que no hacen otra cosa que burlarse de la libertad, la de emprender o la de no hacerlo. Entre los okupas y los empresarios de la Enade ha flotado una misma queja, el odio a todas las instituciones que no crean, que no hacen, que se limitan a juzgar desde un pedestal y un prestigio más que dudoso qué está bien o qué está mal.
Lo que llamamos posmodernidad, lo que llamamos neoliberalismo, fue justamente la unión de esos dos descontentos mantenidos separados por el puro espectro de la lucha de clase. Eliminado el marxismo se pudo volver a hablar de capitalismo popular. Un cierto sentido común tradicionalmente de izquierda, el culto al rebelde, al vaquero solitario, al creador sin corbatas ni reglas ni limites, se unió a la perfección con un mercado sin pepe grillos, donde la cantidad, objetiva y popular, sustituyó la idea misma tan elitista, tan parasitaria, de la calidad. Reagan, Thatcher o George W. Bush lograron vencer y convencer en gran medida gracias a la desconfianza instintiva del pueblo, del más pobre y del otro, contra los políticos profesionales. Sus equivalentes en arte y en literatura supieron burlarse del buen gusto y el mal gusto, unidos contra la idea misma del gusto, las preguntas, las desconfianzas, las ideas. Un cine de arte, sofisticado de puro popular, obsesionado con las sensaciones y los sentimientos para no caer en el mal gusto de pensar.
Al atacar los símbolos del poder nos quedamos a solas con el poder mismo, el del dinero, el de la fuerza, bruta o no, el de la masa que no sabe por qué lincha un día a un vecino al que al otro día le hace una estatua. Tarde se ha derrumbado también esa utopía, que parecía la última, una anarquía de mercado, informatizada e informada en que las masas se administran misteriosamente a ellas mismas. Es justamente internet, donde todos somos críticos, donde todos somos parlamentarios, la que está resucitando en los jóvenes la necesidad de la política, la nostalgia por el juicio crítico. Cansados de ese arte sin crítico que ha devenido en un arte lleno de agentes de prensa y periodistas culturales que trabajan para ellos. Y los malditos políticos que solían corromperse, reemplazados por los lobbistas que no necesitan ni corromperse porque trabajan sin disimulo legal para los grandes poderes fácticos que legislan así sin contrapeso ni discusiones molestias. Sin parásitos que limpian la incómoda piel del hipopótamo, la acidez del pantano ha empezado a herirnos hasta el fondo mismo de la carne.
Triste destino el del crítico y del político, sólo cuando falta, sólo cuando se muere se puede calibrar su grandeza, la de Walter Benjamin exiliado de una Alemania por un escritor, Hitler, que la crítica nunca trató bien. Invisibles de puro presentes los críticos y los políticos: Churchill y Cyril Connolly, Edmundo Wilson y Franklin Delano Roosevelt, cuestionados, odiados en su tiempo, creadores no sólo de su propia obra sino parte esencial de la de los otros. Vanidosos críticos, egoístas políticos que esconden tantas veces la mayor generosidad de todas, la humildad más infinita, la de renunciar a crear obras para crear lectores y ciudadanos.