Chile a pesar de sus riquezas se fue quedando atrás frente a otros menos favorecidos por la naturaleza. Llamados y propuestas dramáticas para acabar con la desigualdad y la pobreza de poco servían y los avances eran magros. Florecían modelos utópicos que a punta de voluntarismo prometían cambiarlo todo fácilmente.
Hace unas décadas y con las heridas de nuestros fracasos aún sangrantes, se produjo un relativo consenso de sensatez y realismo. Más que pretender cambiar la naturaleza humana, empezamos a encauzar la fuerza de lo bueno y contener lo malo de ella. Los problemas se miraron con realismo, apreciando su complejidad y los tiempos y esfuerzos necesarios para superarlos. Si bien siguieron existiendo propuestas de caminos fáciles, no se confió ingenuamente en ellas y se prefirió mirar los datos concretos y hacer un análisis racional para descubrir el camino del progreso.
Haber conquistado como sociedad este equilibrio de sentido común fue muy beneficioso para todos. Desde nuestra independencia no hay un período comparable de crecimiento y mejoría de nuestra calidad de vida. El informe 2011 del PNUD coloca a Chile a la cabeza de Latinoamérica en el índice de desarrollo humano y en la categoría de países de desarrollo humano muy alto.
Obviamente aún queda mucho por avanzar, pero nada indica que para hacerlo debamos volver a las denuncias altisonantes, a la búsqueda de culpables plausibles y a las soluciones simplistas e inefectivas. Por el contrario, cada vez se requiere más sofisticación y profundidad para resolver problemas más complejos. Parecía que la alternancia política sería una oportunidad para dar un nuevo paso y llevar nuestro debate a un nivel más enriquecedor, pero lo que hemos visto en estos últimos meses es decepcionante. El lenguaje de denuncia de las protestas parece habernos contagiado. El liderazgo de nuestros hombres públicos para hacer ver lo inadecuado de las soluciones y lo ilegítimo de los métodos se desvaneció y se les ve en una carrera por doblar la apuesta de los más vociferantes.
Si de mejorar la educación se trata, debe reconocerse que la educación preescolar es crítica. Ayuda a formar personas capaces de esforzarse y superarse y salir del cepo de la miseria. La experiencia internacional es contundente en este sentido, pero en el juego de los gritos llevan las de perder. En la educación básica y media con menos recursos y aportes las escuelas privadas han sido factor de progreso, pero los que hablan fuerte han visto la oportunidad de estrangularlas. Las palabras recientes del Presidente de la República defendiendo la libertad de enseñanza son esperanzadoras y ojalá pueda mantener su postura y no veamos retrocesos en está área. En el ámbito universitario es incomprensible que el centro de la discusión pública y parlamentaria no lo ocupe un análisis detallado de cómo gastan hoy los recursos estatales quienes más los reciben. Lo primero para avanzar es hacer más con lo que hoy se tiene antes de pedir más.
En materias de igualdad y pobreza, un gasto público focalizado en los más pobres y con los incentivos adecuados ayuda a cerrar la brecha que se mantiene amplia si sólo miramos los ingresos autónomos. Un análisis más fino muestra que la mayor cobertura de educación superior cerrará también esa brecha con el tiempo, pero hacerles la vida más difícil a las instituciones privadas que han sido puntales en ello puede abortar el proceso. En el corto plazo es innegable que el empleo es el factor crítico que nos haría ir más rápido. En el 10% más pobre hay 0,52 empleados por hogar mientras en el más afortunado 1,7. Es fácil comprender cómo una de las raíces de la desigualdad está precisamente allí.
En lugar de volver a la guerra distributiva del pasado, que no ayudó a los pobres ni a la igualdad, lo prioritario es acelerar el crecimiento, potenciar el empleo y buscar mecanismos para focalizar mejor el gasto público. Con un mundo que a pesar de episodios como el de Grecia, que nos recuerda el costo de correr tras espejismos, nos sigue favoreciendo con un precio del cobre insospechado hace unos años, sería imperdonable que volviéramos a la utopía del camino fácil.