Gaston Bachelard contó cuatrocientos casos de "actos animalizados" en Los cantos de Maldoror , sin considerar los que procedían del lenguaje corriente. Su empeño era develar la animalidad profunda de la obra de Lautréamont, más vinculada a los impulsos y a las sensaciones que a la sensibilidad visual. En ese interminable libro, caldo de culto y de cultivo, el yo, "el sujeto del texto", el hablante o quien sea que sostenga la voz poética, pasa por metamorfosis animalescas casi oníricas y experimenta desde los retorcimientos ciegos de la larva hasta la felicidad del cerdo que mordisquea un tronco.
Esta cualidad fue intuida tempranamente por Juan Emar, quien introduce a Los cantos de Maldoror como un personaje o un espacio más de Un año. Es una escena clave: el narrador vuelve a su estudio tras una larga ausencia y encuentra, sobre el escritorio, un ejemplar de Los cantos horadado por una polilla, cuyo cadáver quedó por ahí cerca. El orificio dejado por la polilla -desde la primera letra del primer capítulo hasta la última del capítulo final- indica que cruzó todo el libro. Emar especula acerca de los tormentosos y hostiles paisajes literarios que debió atravesar en su último viaje, y agrega que el único momento de consuelo lo tuvo al pasar por el "Himno al piojo".
En ocasiones, cuando uno está con sueño al fondo de un café, anclado en su silla sin posibilidad alguna de concentrarse en algo, se obtienen las más extrañas sensaciones al percibirse en el entorno ensordecedor. No es raro que uno se experimente como una especie de bicho que mueve los ojos con la frialdad de un radar y alarga los pólipos de sus manos para atraer un cigarro o una taza. Claro, en tales circunstancias no hay cómo no pensar en el desafortunado Gregorio Samsa. Bachelard, precisamente, observa que la metamorfosis de Samsa conlleva la angustia de la lentitud y de la falta de energía, al contrario de las muchas metamorfosis dinámicas de Lautréamont.
Louis Wain, el famoso dibujante inglés de gatos antropomórficos, solía, hacia fines del siglo XIX, sumergirse en los cafés de Londres para hacer bocetos de los parroquianos. Captaba sus posturas y sus gestos al tiempo que transformaba sus rasgos humanos en gatunos. Lograba con ello, en primer término, una efectiva sátira de costumbres, pero a la vez dejaba con sus imágenes una inquietud de otro orden: que los animales, tan distintos de nosotros en las clasificaciones estructurales, invaden nuestro mundo simbólico y por tanto echamos mano a ellos cuando necesitamos proyectar luz sobre los aspectos más remotos de nuestra humana condición.
Sobre animales humanizados se ha escrito mucho. Sería fascinante, algún día, hacer el estudio opuesto, el de la animalización humana fijada en el lenguaje. Lukas ha adelantado algo en su hilarante Bestiario del Reyno de Chile, pero estoy pensando más bien en aquellas expresiones que tienen que ver con la violencia o con el deseo: chacal, por ejemplo, aplicada a los asesinos en serie, o yegua, que se utiliza para designar a una mujer tan despreciada como libidinal. El epígrafe ya está y es de Leon Bloy: "¿Por qué alguien que ha vivido como un cerdo no querría morir como un perro?".