El cambio de gabinete se hizo inevitable y la duda era si el Presidente iba a optar por un diseño distinto o sólo introduciría nuevos rostros en el equipo. El cambio de diseño suponía un gabinete con cierta autonomía en la interlocución con la oposición política, lo que requería el liderazgo de un ministro del Interior empoderado para esa tarea. La ventaja que se veía a esta opción era que ese equipo podía superar la trampa de estar siempre detrás de los acontecimientos y rindiendo cuentas a la Concertación, por la vía de establecer una agenda propia que no requiriera de autorizaciones presidenciales periódicas. El ministro de Defensa, Andrés Allamand, aparecía como una alternativa para liderar esta etapa.
Pero ese diseño le significaba al Presidente compartir el poder y entregar más autonomía a su gabinete, y aparentemente no estuvo dispuesto a ello. No nombró a un nuevo ministro del Interior y tampoco asignó la tarea de conducción política a Rodrigo Hinzpeter. Mantuvo también al ministro Larroulet. Optó en cambio por fortalecer la capacidad política del gabinete incorporando al senador Andrés Chadwick a la Segegob y a Pablo Longueira en Economía, dejando de paso con ello satisfecha a la UDI que hace rato reclamaba una mayor presencia en el gabinete.
Aprovechó la ocasión para nombrar al presidenciable Laurence Golborne en Obras Públicas, reemplazándolo por ministros técnicos en las carteras de Minería y Energía y también para sacar de Educación a Joaquín Lavín, cuyo sucesor será Felipe Bulnes. Lavín se va a Mideplan y Teodoro Ribera reemplaza a Bulnes en Justicia. Estas movidas parecían dar cuenta de un mayor análisis político en las decisiones del Gobierno. No obstante, vimos la falta de prolijidad en el nombramiento en Energía al no advertir un conflicto de interés.
La nueva composición del gabinete ha sido vista como una etapa de mayor preeminencia de factores políticos por sobre los técnicos y le ha significado al Gobierno prescindir de destacados ministros.
La pregunta es si estos cambios son suficientes para revertir la baja en el apoyo al Gobierno y mejorar significativamente su gestión política. Y la respuesta no es clara.
Es cierto que el Gobierno gana un par de meses con el cambio. Pero la verdadera prueba para este nuevo gabinete es si será capaz de imponer su agenda. Si no, todo esto será sólo un ejercicio de gatopardismo.
Y eso pasa por un cambio radical en la forma de hacer las cosas. Para ello el Gobierno debe tener iniciativa, ideas propias y defenderlas con convicción. Requiere, en pocas palabras, una agenda con pocos temas y capacidad de llevarlos a buen puerto. No es sólo un problema de relato, es un problema de guión.
Se precisa, al mismo tiempo, un equipo empoderado para lograr acuerdos con la Concertación y con las fuerzas sociales. La agenda no puede imponerse, pero sí constituirse en la base para negociar. La mayor capacidad política de este gabinete debiera colaborar a este objetivo.
Y si hay un tema en el que el Gobierno debiera emplearse a fondo es en la agenda de reformas políticas. La necesidad de recurrir a senadores para integrarlos al gabinete y la poco estética pugna por su reemplazo hacen más urgente aún dar un paso en la dirección de aprobar en el Congreso las leyes que establecen la inscripción automática, el voto voluntario y el voto de chilenos en el extranjero.
Ello permitiría ampliar el padrón electoral en más de tres millones de chilenos, mayoritariamente jóvenes. Sería una respuesta a la creciente desafección de la ciudadanía con sus representantes políticos y haría al Presidente Piñera el legítimo padre de la renovación del padrón electoral chileno, de la incorporación de los jóvenes y de los compatriotas que viven fuera del país.
Ningún cálculo pequeño acerca del posible efecto partidista de la incorporación de este grupo de chilenos al padrón debiera detener esta reforma. La discusión sobre el vínculo, que parece ser el obstáculo para llegar a acuerdos, es a estas alturas impresentable.