La Iglesia Católica chilena vive momentos difíciles. El Caso Karadima está en la justicia civil, con una creciente demanda por el esclarecimiento de los hechos de abuso reiterado del ex párroco de la Iglesia El Bosque y la administración de justicia a los culpables.
Y la Iglesia, otrora vista como poderosa e inexpugnable, aparece ante este caso y otros, casi desvalida hoy día frente a las exigencias de la sociedad civil. Da la impresión de que va tras los acontecimientos, que no comprende que estamos ante un proceso que comienza, más que frente al desenlace de un caso.
Los sacerdotes tienen que dar explicaciones por el camino de vida que han escogido. Los católicos, seminaristas y laicos, educadores y jóvenes misioneros, ven dificultada enormemente su labor pastoral; les cuesta ir con la cabeza en alto y la mirada franca a cumplir diariamente su valiosa misión. ¡Qué injusto! Para quienes conocen la labor de miles de personas que hacen tanto bien es doloroso ver cómo pagan justos por pecadores.
Otros han visto aquí una oportunidad para atacar con dureza a la Iglesia. Quieren ver un desfile de sacerdotes por los Tribunales, dando explicaciones, acusándose, eludiendo las cámaras, con la mirada gacha y el paso rápido.
¿Por qué tanta inquina?
Hay razones del corazón que la razón no entiende y no intentaremos entrar en móviles particulares. Pero hay también otras motivaciones que resultan más trazables. De partida, en el caso Karadima se da la circunstancia que sus actuaciones aparecen estrechamente ligadas a una elite de nuestra sociedad. A un grupo de alto poder socioeconómico, identificado con posiciones políticas de derecha. Un blanco atractivo para muchos, que además asegura rating.
Pero no reduzcamos esto a lo político. Hay también en la denuncia escandalosa de estos hechos un dardo dirigido a sectores conservadores de la sociedad chilena. A quienes se les atribuye la pretensión de dar lecciones de moral al resto de los chilenos, de fijar los cánones de lo permitido o lo prohibido. Estamos frente a una suerte de protesta, de rabia acumulada y de vuelta de mano contra quienes han promovido una estricta moralidad, y que, paradojalmente, parecen haberla limitado a consideraciones relacionadas con la sexualidad.
Las Instituciones que tienen entre sus objetivos hacer el bien y son conducidas por hombres pueden caer en crisis por las fallas de éstos. Y para salir de ellas, parece haber cuestiones básicas que abordar.
Frente a la opacidad que ha reinado hasta ahora, hay que dejar entrar la luz. Terminar con el secretismo. Organizaciones jerarquizadas que manejan importantes cuotas de poder y que tienden a mirar hacia adentro siempre tendrán riesgos de abuso. Es recomendable entonces que generen estructuras que se hagan cargo de ello, unidades de asuntos internos o contralorías que transparenten las situaciones anómalas, que prevengan el abuso de poder. Y hay que ir rápido. Menos declaraciones y más hechos.
Ha sido positivo que la Iglesia reitere su preocupación preferente por quienes han sido víctimas de estas situaciones. No sólo mirando hacia adentro, sino también hacia afuera. ¿No ayudaría también trabajar para clarificar y desmitificar la identificación que parece haber hoy entre la iglesia y los sectores más conservadores de la sociedad chilena? ¿No es el momento de recordar que la humildad, tan ausente en ciertas actuaciones, es una de las enseñanzas primordiales de Dios?
La tarea no es fácil, pero la Iglesia Católica ha tenido en períodos más aciagos mentes iluminadas que han guiado su camino. Un San Benito, un San Francisco de Asís, o tras la reforma, un San Ignacio de Loyola.
En épocas de crisis hay que actuar con decisión. Confiemos en que la Iglesia Católica chilena vuelva a convocar y entusiasmar a sus fieles, para que miren su rostro lleno de arrugas con el cariño con que se mira el de una madre. Y esperemos que quienes no son sus hijos, pero alguna vez han sentido su mano cariñosa, no se sientan llamados a escupir en ella.