Sobrevolé el terremoto. Estaba justo el 27 febrero a la hora señalada en uno de los pocos lugares del territorio nacional en que no tembló: el aire. Volaba hacia Santiago y tuve que volver. Para mí el terremoto fue ante todo una interminable histeria en el aeropuerto de Lima, dos días en esa deliciosa ciudad, un par de libros y un televisor que se cayó sin romperse. En gran parte, a través de ese televisor pude vivir lo que quedaba de ese terremoto. No la sensación de que el suelo ya no quiere nada contigo, no el derrumbe de los muros, no la entrada del mar a la plaza, la calle, la casa, sino la confusión misma de los informes, los reportajes, los noticieros en vivo que no lo eran tanto, los comentarios, los chillidos, las alarmas y las llamadas a la calma, apresuradas ambas, equivocadas las dos.
A través de ese televisor vi cómo al pasar de los días las ideas de lo que éramos y debíamos ser quedaban hechas trizas. Fue el verdadero, el inapelable, el innegable fin de la transición. Un golpe de tierra que deshacía de una sola vez la idea de que éramos un país ejemplar donde puede temblar más que en cualquier otro y no destrozarse hasta los cimientos casas, colegios, vidas humanas mal preparadas contra lo esperable: un terremoto en Chile. Un terremoto que, como todo en Chile, tenía que terminar por ser un terremoto político. Y el error fatal de Bachelet y el maremoto, y la mala voluntad militar, y los saqueos, y los vecinos armándose contra hordas de pobres que no llegaron nunca a matarlos. Las comunicaciones, las carreteras, las alarmas puestas todas en cuestión, justo cuando se terminaba una era y empezaba otra. Cuando acababa, al parecer, algo más que una coalición; cuando, al margen de alianzas y presidentes, era una visión del progreso chileno, de su éxito, de sus olvidos la que quedaba para siempre damnificada.
La idea de que éramos un solo y único país quedó también hecha trizas. Santiago a las pocas semanas de pie como si nada. Concepción, Talca o Constitución aún destrozadas un año después. La provincia que mostró sus entrañas olvidadas, la confusión y la solidaridad, un atraso y un intento que nada tienen que ver con el de la capital. Santiago, que parece ahora más que nunca una isla sin raíces, un país aparte que no comprende ni quiere comprender al resto de sus órganos. El terremoto que es en la capital un recuerdo entre tantos otros de ese 2010, donde todo pareció ocurrir al mismo tiempo. El terremoto que es en el sur un dragón de muchas cabezas que no termina nunca de volver, de no irse del todo, de quedarse en el corazón mismo de esas casas que se llevó no sólo el mar o la polvareda, que mostró grietas más profundas, más difíciles de llenar.
Este terremoto que botó al suelo casi todas las casas coloniales y patronales que quedaban, mucho del patrimonio histórico, paradójicamente parece haber despertado el pasado de la tumba tranquila en que reposaba. Malones, campamentos, saqueos, pero también voluntarios construyendo mediaguas por todo Chile y el esfuerzo de las víctimas y sus amigos por salir del barro y la incerteza con una rapidez que también es completamente chilena.
Vimos, en 2010, el año del olvidado bicentenario, revivir nuestros fantasmas más queridos y más temidos. Ante lo inaudito, lo incomparable, descubrimos que gran parte de nuestra historia era también inaudita e incomparable. Actuamos y no pensamos. Impresiona que el primer libro sobre el terremoto que conozco lo haya escrito un mexicano: Juan Villoro. Impresiona que su libro sea también una exploración de la historia, su historia, pero sobre toda la nuestra que se escribe de catástrofe en milagro, en la cornisa misma de lo posible. La historia de un país que cree absurdamente en la estabilidad como principio, aunque se levanta justo donde se entrecruzan dos placas, geológicas, históricas, políticas, morales.
Los chilenos, apurados por el ritmo vertiginoso que adquirimos de remezón en remezón, apenas tuvimos tiempo para escribir columnas de opinión, la más vibrantes recogidas por Matías Rivas en las 100 mejores, crónicas y columnas del 2010. Un anuario fiebroso que muestra cuántas réplicas provocó y sigue provocando en el país ese terremoto único. Los mineros, los mapuches, los rapa nui, los presos de la cárcel de San Miguel. Rostros removidos del fondo de la tierra, que fueron surgiendo sin avisar a la superficie. Ese 27 de febrero de 2010, al final de un verano interminable volvió, sin avisarnos ni pedirnos permiso, el invierno de todos nuestros descontentos.