En una de sus crónicas de viajes, Henry James anota que en no sé qué parte de Italia se encontró, como en todas partes del mundo, con gente alegre, solidaria y bien dispuesta. Para el amargo escepticismo de comienzos del siglo XX, esta afirmación quedaría totalmente fuera de foco. La preponderancia, en esos días, de una visión más bien catastrófica del destino de la humanidad, incidió en que ciertos autores optimistas —como Stevenson— vieran muy disminuidos su presencia y su prestigio ante los nuevos exégetas de la literatura.
Quizás debido a un fenómeno equivalente, las memorias de Julio Subercaseaux —Reminiscencias— se han ido quedando con el tiempo en las zonas más sombrías y polvorientas de los anaqueles. Para muy pocos parece subsistir la necesidad de asomarse al gran mundo que Subercaseaux pone en escena: el de los trasplantados chilenos de fines del siglo XIX. Es muy probable también que el ahora valorado resentimiento, con sus rabiosos escrúpulos, opere en contra de la lectura de este libro que —usando una expresión muy recurrida en sus páginas— deberíamos calificar de “encantador”.
Negarles —a través de la indiferencia— valores literarios a estas perdidas memorias es una evidente injusticia. Primero que nada, el libro se deja leer como por un declive, condición cada vez más escasa en tantas obras, sobre todo de ficción, que proliferan hoy y donde uno no ve mucho más que las ideas previas que apenas las alientan. Lo otro: Subercaseux logró, me imagino que sin proponérselo, configurar un “sujeto” y con él una mirada a los detalles del mundo de la que no se aparta en momento alguno.
Resulta impresionante la fastuosidad y la aparente facilidad con que la familia del memorialista experimentaba la vida desde 1870 en adelante. Los banquetes de alto vuelo, los viajes espectaculares, las relaciones sociales óptimas, los trasatlánticos, los hoteles de lujo, la ópera de París, las casas solariegas santiaguinas, los parques y los palacios europeos, todo esto es parte de un repertorio cotidiano que Subercaseaux describe con la naturalidad del que fue incubado en un ambiente de riqueza y refinamiento. No hay lugar en este universo para la grosería, y la única que se refiere es la de un cura español que responde “en mi tierra se llama culo” a una niña que por accidente mostró los calzones y tras dar un salto rápido preguntó “¿qué les parece mi agilidad?”.
x El talento de Subercaseaux proviene de una sensibilidad real: la que le despertaban los objetos, las marcas de vinos y de champagne, los nombres de los árboles y de las flores, frente a los cuales se comporta como un nominalista. Su curiosidad es estrictamente humana: no le interesa jamás la naturaleza en estado bruto sino su versión domesticada de los jardines. Se trata en cierta medida de un hiperestésico que no puede recordar sin fijar, como unas coordenadas, los olores, la luz y la materialidad de todas las circunstancias.