Hacia finales de los años 20, Joseph Roth y Joaquín Edwards Bello tenían más o menos la misma edad (en la madurez, siete años de diferencia no es nada). No me parece que hubieran jamás sabido el uno del otro. Roth era austriaco judío y Edwards, por entonces, crítico de los judíos. Ambos escribieron novelas realistas y crónicas para la prensa. Ambos, a través de sus respectivos exilios (cuyos dramatismos no se pueden comparar) experimentaron cierta incomodidad de pertenencia. Al parecer Roth peleó en la Primera Guerra Mundial por el ejército austro-húngaro; Edwards Bello, por entonces en París, como descendiente de ingleses tendría que haber sido reclutado en el bando contrario, pero logró zafar por vía diplomática.
Leyendo las Crónicas berlinesas de Roth, no he podido dejar de revisar las crónicas de Edwards Bello sobre Santiago. Se me dirá que el Santiago de los años 20 y 30 no tiene nada que ver con el Berlín de la misma época. Por supuesto que no, si nos quedamos en los infinitos detalles históricos, pero una ciudad es una entidad simbólica y por lo tanto todas las ciudades se parecen en lo esencial.
Los dos escritores son, de hecho, a la vez usuarios de los servicios urbanos y paseantes de mirada condescendiente o crítica. Si a Roth lo exaspera el orden berlinés -a su entender el entramado del absurdo- a Edwards le molesta el caos santiaguino. Roth se detiene a examinar con ironía los sitios de esparcimiento público de Berlín según las respectivas clases sociales; Edwards Bello echa de menos en Santiago más lugares de entretención y más diversidad social. Deja al pasar un registro de los teatros, de los cabarets, de las salas de cine, de los parques de diversiones (en rigor uno solo).
Fiestas de la primavera, tranvías, hospitales, parques, crímenes sonados: todo va a dar al resumidero de la crónica de los escritores de la ciudad: uno, el austriaco, un poco más fenomenológico que el chileno, que siempre se reserva, entre las observaciones, un lugar para la opinión enfática.
Como sea, tal como la conocemos hoy, la crónica parece estar adherida al ajetreo humano de las ciudades, a las aglomeraciones anónimas, al griterío de los mercados y cafés. En el campo hay igualmente cataduras fisiognómicas y "temperamentos", pero todo es tan demoroso en sus dominios, adormecidos por el ruido del agua o por los vuelos en círculos de los traros. Sentado a la sombra de una galería, frente a un sembradío, uno podría pasarse media vida antes de que alguien inesperado se introduzca en su radio visual.
Recuerdo, en este sentido, cuando un amigo me refirió el diario de vida de su abuelo, que gastó sus últimos años en un campo del sur. En algunas páginas venía solamente una frase como epítome de las horas. "Hoy llovió todo el día"