Me asombra descubrir de vez en cuando que hay escritores que trabajan en lo suyo todos los días en horarios regulares, generalmente por las mañanas. Para mí las mañanas son espacios inhabitables, en los que la casa -o la memoria de la casa- me saca a la calle a empujones. A esas horas me siento mejor sumergido en algún concurrido café, cruzada mi atención por las conversaciones ajenas o alejándome en el sobrevuelo de mis propios pensamientos.
Así como las ventanas han tenido la mayor importancia en la literatura escrita en primera persona -según Nabokov-, se podría decir otro tanto de los espejos y las vidrieras de los cafés. Ambas superficies arquitectónicas parecen actuar como metáforas vivas de la mecánica de los estados de contemplación: la simultaneidad del adentro y del afuera.
Cuenta el malicioso Paul Johnson que Ibsen solía instalarse en un café de Oslo sentado frente a un gran espejo. Yo no creo que lo hiciera por narcisismo, sino para poder observar el entorno de un modo indirecto, estrictamente dándole la espalda a su campo visual: es decir, como un observador no participante. El hecho es que alguna vez sus enemigos encontraron a un hijo suyo, que si bien no contaba con su reconocimiento se le parecía extraordinariamente. Lo vistieron como Ibsen hasta obtener una perfecta duplicación del dramaturgo y un día lo plantaron súbitamente en ese espejo, para que el viejo se enfrentara a su ominosa réplica.
Muchos escritores han tenido la fantasía de construir una torre para ejercer a la vez el aislamiento y la mirada. Gustavo Balmaceda Valdés reemplazó la torre por la cumbre del Santa Lucía. El problema es que contemplar el mundo desde las alturas nos arroja una imagen más bien abstracta de la vida -en la que predominan los techos, los patios y los sembradíos-, y además en los tiempos actuales no habría necesidad de tales esfuerzos, a causa de la altura de los edificios. Y está también Google Earth, a través del cual las torres se reducen a puntos infinitesimales.
Más cercana para nosotros sigue siendo la mirada horizontal con la que Poe construye el comienzo de su relato "El hombre de la multitud". La guardia baja del narrador, su estado de convalecencia, le permite absorber los incesantes movimientos humanos con una mezcla de reconocimiento y extrañeza a través de los vidrios. Algo equivalente pasa en uno de los episodios de Confesiones de un opiómano inglés, de De Quincey, cuando se nos muestra el aura de Londres, como el resplandor de una miasma, desde la orilla opuesta del Támesis.
Los escritores "de urgencia", es decir aquellos imposibilitados de escamotear el plano autobiográfico, probablemente prefieran la horizontalidad en su relación con el exterior. Ocultos o revelados por la vidriera que los separa del mundo, sienten la acuciante necesidad de establecer el modo en que la realidad -en la que no hay jerarquías entre el presente y la memoria- se compone y se desarma siempre.