La adscripción a un pensamiento puro es una tendencia intelectual extrema que casi alcanza a tocarse con la otra punta del cabo: el pensamiento naive. No creo que exista una experiencia pura de la que uno pueda dejar registro. Las iluminaciones provocadas por las drogas, por la mortificación o por la locura siempre deben ser traducidas en imágenes concretas cuando se quiere dar cuenta de ellas. Y en este propósito se termina echando mano a las figuras retóricas y a los símbolos. Pienso esto a propósito de ciertos textos de Paul Valéry, el aventajado poeta y prosista francés. Hace poco, ante la apelación desesperada de alguien que pasaba por un largo bloqueo literario, le sugerí leer “Fragmentos de las memorias de un poema”, uno de los ensayos publicados en Variedad, de Valéry. Mi idea era que la irritación generada por la mecánica del pensamiento de Valéry —irritación del lector de la que él fue totalmente consciente— puede llevar a un escritor a romper el hielo y a retomar el camino.
Valéry habla, por ejemplo, de un paseo que dio por una calle descendente, y de cómo en el curso de esa caminata una especie de ritmo se fue imponiendo en su “Espíritu” (o en su conciencia, o en su mente), doblegado después por un segundo ritmo. Su interés era plasmar esta misteriosa vicisitud en cualquier sistema de signos, ya se tratara de colores, de notas musicales o de palabras.
R.L. Stevenson también escribió sobre la actividad mental que los paseos provocan en las personas, pero de una manera notablemente distinta: Stevenson le hablaba a personas normales sobre experiencias reconocibles para ellas. No se detuvo en lo peculiar de su propio temperamento, sino que más bien supuso que las cosas que le sucedían a él podían sucederle a cualquiera. Si Valéry se veía a sí mismo recortado sobre el mundo, Stevenson se constataba más bien diluido en los aspectos visibles de la exterioridad.
El problema, en el trance de un bloqueo literario, es que la amabilidad de Stevenson nos lleva a sumergirnos en sus palabras. No logramos disentir de lo que dice, en la medida en que es uno de los pocos que logra conciliar la belleza y la profundidad con el sentido común. Es tan seductor que no nos ofrece salida: paradójicamente, el menos invasivo de los escritores nos deja sin ganas de escribir.
A Valéry le debemos la colección de escrúpulos literarios que compiló o inventó, sobre todo en relación con la poesía: la discreción de la presencia del autor, la obra que restringe el número de sus lectores, la obra que no se termina, sino que se abandona. Detrás de estas precauciones hay un fondo que sobrevive: la certeza de que la poesía es un producto impersonal, que no se trata —como especificó Eliot— de una expresión de la personalidad, sino de una huida desde la personalidad.