Desde Boston, mi amigo y vecino Raúl Zurita nos recuerda a los chilenos que estamos en ruina. La literatura chilena es la peor del continente. Sólo Zambra se salva. Todo se acabó para siempre. Este tipo de declaraciones pertenece a una amplia tradición completamente chilena, la de culpar a Chile de todas nuestras miserias, postergaciones y olvidos. Se quejaron, se quejan, nos quejamos, porque es fácil. Efectivamente, el clima intelectual chileno es provinciano. Lo es porque Chile es una provincia. Una provincia de una provincia. Somos lo que siempre hemos sido, caníbales irracionales, acallando cualquier debate a golpe de chismes, siguiendo en manada a algún vejete de turno, destruyendo al que asoma mucho la cabeza, ejerciendo el matonaje sobre el débil y la absoluta complacencia con el jefe. No hay razón para que surja entre los náufragos de una isla desierta otra cosa que unas chalupas para abandonar la playa. Cuando la chalupa es destrozada por las olas, todos volvemos a revivir el argumento de El Señor de las Moscas.
Ver en la literatura chilena, como en la sociedad o la política, sólo ruinas es justamente hacer gala de lo que una y otra vez nos ha arruinado como cultura. Ser un profeta de la nada es una muestra viviente de esa flojera intelectual que es la marca de fábrica de la inteligentzia nacional. Es ése el vicio chileno por antonomasia, la flojera escondida tanto en el desánimo como en la hiperactividad, tanto en el entusiasmo acrítico, como en el acrítico nihilismo. No hay nada, no hay nadie; entonces, no tengo que hacer esfuerzo para entender lo que efectivamente hay. ¿Y espléndidas novelas, como El bosque quemado, de Brodsky, o Tubab, de Beltrán Mena, y los cuentos de Marcelo Lillo, para sólo hablar de los libros más nuevos? ¿Quién puede decir que Patricio Fernández o Álvaro Bisama o Matías Celedón no tienen ambición, que es lo que echa en falta Zurita en nuestra literatura? Y conste que hablo sólo de narrativa, la más debil de nuestras artes.
No sé si pudiera hacerse una lista tan honrosa de libros en el Chile de 1983, ni siquiera en el Chile de 1973. Pero da lo mismo. Buenos o malos, los libros caen todos en ese vacío. Encerrados cada cual en su círculo, hablando sólo para su secta. Pueden tener miles de lectores o ninguno, pero carecen de una lectura. La lectura de un Alone, de Hernán Loyola, de Valente, de Lihn o de un Cedomil Goic, que, equivocados o no, ejercían una jerarquía, un diálogo entre los libros y su tradición, y esa tradición y el mundo. La política, la sociedad, no quedaban del todo excluidas del ruedo. Los libros hablaban de algo a alguien.
Se nos enseñó desde demasiado pequeños que nada grande, nada verdadero podía suceder aquí. Bolaño, correctamente empaquetado en Barcelona, sorprendió a todos desnudos, improvisando teorías, venganzas, aullidos y chillidos ilegibles. El genio pareció, entonces, dolernos como una ofensa. Es una ofensa. Un gran escritor obliga a sus lectores a trabajar, porque no es nunca el autor de un libro, o de diez, sino el padre de una biblioteca de relaciones que nos obliga a recorrer cuando creemos leerlo sólo a él.
Leer los libros a solas, como programa de televisión en una revista de TV cable al que hay que indicar luego si vale la pena ver o no, es perderlos de vista. La cultura, como la agricultura, necesita abonos, limos, desechos, hojas muertas que fermentan a los pies de los árboles gigantes como de los arbustos que les ayudan a trepar. Es eso de lo que carece dramáticamente el culto chileno, de mínima densidad cultural, ésa que permite ver a Stendahl en un todo con Mozart y con Edwards Bello, y no como accidentes separados e incomprensibles.
Amigo Raúl, tú hablas de ruina, pero una ruina supone que algo se ha construido alguna vez. Lo que tenemos aquí no es un edificio destruido sino sólo muros y subterráneos asustados que han expulsado de su seno la posibilidad de un arquitecto que los comprenda.