Juan Villoro
Un momento esencial e irrepetible en la vida de un autor: el comienzo. No me refiero a los primeros escarceos, sino al comienzo absoluto, cuando aún no ha escrito nada y una pulsión lo lleva a marcar una hoja guiado por su voluntad. Con el tiempo, ese inicio adquiere rango mítico, el origen del que todo se desprende.
Nadie practica ese gesto sin recurrir a un modelo. La angustia de la influencia se muestra con más fuerza en los primeros textos. ¿Cómo encontrar un precedente? Ciertos autores cautivan pero son inimitables. A los 15 años, yo hubiera dado cualquier cosa por ser un novelista ruso, pero, desde luego, eso escapaba a mis posibilidades.
El primer texto que escribí, a los 14 años, era una adaptación urbana de Juan Rulfo. Yo no bebía cerveza ni había entrado en un bar, pero mi primera frase literaria fue: “Cuatro cervezas sobre un paño verde, rasgado en el centro”. El cuento se llamaba “Los hijos de Aída” y se ubicaba en una cantina con ese nombre (el propietario era fanático de esa ópera, que yo, por supuesto, no había escuchado). Le di el cuento a mi madre y se sorprendió con el escenario desastrado y esa historia de borrachos que querían poner una bomba. Aquel mundo patibulario la preocupó lo suficiente para pedir auxilio a su amiga Margo Glantz, conocida ensayista literaria. Ella se entusiasmó con lo que a mi madre le asustaba: “¡Tienes talento para la sordidez!”, exclamó. Luego me recomendó a Onetti.
Tomé un tranvía rumbo a la Librería Zaplana, ya desaparecida. Ahí encontré Contramutis, de Jorge Onetti. Era una novela complicadísima. La recomendación de Margo Glantz me desconcertó: eso no tenía nada que ver conmigo. Unos meses después supe que había leído al Onetti equivocado, el hombre al que Juan Cruz preguntó: “¿Por qué no firmas con tu segundo apellido?”, sólo para recibir esta demoledora respuesta: “Es que mi segundo apellido es Borges”.
Finalmente di con una edición de El Astillero, prologada por José Donoso. El mundo de Juan Carlos Onetti fue para mí un milagro excesivo, como si recibiera en custodia un iceberg, el vértigo horizontal de la pampa o un millón de pájaros. Un regalo para un emperador chino. Yo no podía imitar esa intensidad ni asumir descalabros tan mayúsculos. Margo me había diagnosticado talento para la sordidez, pero a los 15 años estaba muy lejos de esa poética de la devastación.
Una epifanía
Escribí sin rumbo algunos textos que acabaron en el basurero hasta que Miguel Donoso Pareja, mi maestro de taller de cuento, tuvo una inspiración. Nos reuníamos los miércoles, a las 7 de la noche, en la Torre de Rectoría, en Ciudad Universitaria. Sesionábamos en las oficinas vacías de Difusión Cultural. Un solitario foco alumbraba el círculo de sillas. Al fondo, se veía la sombra del estadio de fútbol, como un escarabajo boca arriba. Ése fue el escenario de la epifanía.
Donoso Pareja era un hombre carismático. Había sido guerrillero maoísta en Ecuador, había estado en la cárcel, había trabajado en barcos mercantes. Tenía una barba al estilo Ho Chi Minh, que empujaba hacia delante mientras leía un texto. Con su voz curtida en la clandestinidad, los presidios y las sales marinas, leyó el cuento “El ciclista del San Cristóbal”, de Antonio Skármeta. A mi lado estaba José Luis Zendejas, joven poeta radical que poco después escribiría con el nombre de guerra de Mario Santiago Papasquiaro y muchos años más tarde aparecería en la novela Los detectives salvajes con el nombre de Ulises Lima. En un momento de la lectura, se volvió a verme con ojos de lumbre. Gran crítico de narrativa, Mario sabía que esas palabras me convenían. El mundo de Skármeta era el mío, el mundo de las calles, las bicicletas, el rock, las pizzas, los locutores de la radio, las adorables chicas imposibles, pero tenía algo más: llegaba poetizado con un sentido lúdico. En ese territorio, las metáforas eran la forma natural de la expresión. El escritor chileno inventaba imágenes con la espontánea gracia con que un centrodelantero inventa goles. En sus cuentos, el cielo valía la pena porque se llenaba de pájaros y la noche porque permitía delirar bajo la galaxia.
“El ciclista del San Cristóbal” empezaba in media res, como si en rigor hubiera comenzado antes: “Además era el día de mi cumpleaños”. Tal era la primera frase. ¿Además de qué? ¡Además de todo! Nada podía captar lo que yo sentía como la palabra “además”. Además de todo tenía examen, además de todo Laura no me quería, además de todo el Necaxa no ganaba partidos, además era el día de mi cumpleaños.
El mundo editorial latinoamericano de los años setenta estaba mejor vinculado que el de ahora. En México, era posible conseguir libros de Argentina, Colombia, Cuba, Venezuela o Puerto Rico. En la Librería del Sótano encontré Desnudo en el tejado, en la edición cubana de Casa de las Américas. Ese libro, que incluía “El ciclista del San Cristóbal”, se convirtió en mi favorito, no sólo en términos de lectura, sino de imitación. Escribí con el frenesí de quien tiene a alguien que seguir. Pedaleaba en mi bicicleta detrás de un puntero con el suéter amarillo del que define la ruta.
Me costó un trabajo enorme conseguir El entusiasmo, primer libro de cuentos de Skármeta, y un trabajo superior conseguir el tercero, Tiro libre. La editorial Siglo XXI había publicado este título en Chile o Argentina, poco antes del golpe de Pinochet. Leí una reseña del escritor mexicano Héctor Manjarrez donde decía que temía por la vida del autor. No sé cómo consiguió ese ejemplar en un momento en que las obras de valía eran quemadas por los militares, con la apropiada confusión de los ignorantes, que condenaba a la hoguera un libro sobre cubismo, pensando que trataba de la Cuba castrista, y salvaba un título casto: La sagrada familia, de Marx y Engels.
Obsesión de fanático
Yo estudiaba el bachillerato en el Colegio Madrid, fundado por republicanos españoles. La tradición de asilo del colegio hizo que se diera acogida a los exiliados chilenos. La primera manifestación en la que participé fue en repudio al golpe de Estado en Chile. Cada generación tiene su Gran Canalla, su criminal histórico. La de mi padre tuvo a Franco, la mía a Pinochet. Chile se convirtió en un país esencial para nosotros. Nos enamoramos en bloque de las chilenas que llegaron al colegio y aprendimos canciones tristísimas sobre las minas de cobre. En medio de esta educación política y sentimental, yo buscaba el tercer libro de Skármeta con la obsesión de un fanático. Cada semana iba a las oficinas de Siglo XXI a ver si ya les había llegado un ejemplar. La secretaria me trataba con el respeto que merece un perturbado. Fue tal mi insistencia que un día me hablaron por teléfono. Es la única vez que una editorial me ha anunciado la aparición de un libro: Tiro libre había dado en el blanco.
Leí con emoción los cuentos ubicados en el Chile de la Unidad Popular, la utopía que acababa de ser aniquilada. En ese momento surgió en mi escuela la idea de hacer una revista. Naturalmente, decidimos dedicar el primer número a Chile. Yo escribí un texto delirante en el que hablaba, simultáneamente, de los cuentos de Skármeta y de un libro de autoayuda marxista: Los conceptos elementales del materialismo histórico, escrito por su paisana Martha Harnecker.
Entregamos los originales al editor, Manuel Ulacia, nieto del poeta español Manuel Altolaguirre, y él los guardó en el maletero de su coche. La inclemente diosa Fortuna hizo que esa misma tarde le robaran el coche. Las obras completas de una generación desaparecieron ahí. Mi primer texto crítico y los de mis compañeros se esfumaron para siempre. Nadie había tomado la precaución de sacar fotocopias o hacer copias al carbón.
Poco después, Skármeta publicó su primera novela, Soñé que la nieve ardía. Ahí, el golpe de Estado es visto por un joven centrodelantero. De nuevo, el narrador mezclaba un momento histórico decisivo con los días sin brújula de la adolescencia. La lección de Skármeta consistía en darle centralidad al universo juvenil y lograr que los ritos de iniciación de la contracultura se inscribieran en una historia que los rebasaba y trascendía.
Skármeta era un puente perfecto entre la literatura de umbral, entre lo real y lo fantástico, de Cortázar, Onetti, Borges y Bioy Casares, y el mundo pop, determinado por impulsos juveniles, de Jack Kerouac y J. D. Salinger. Muchos de sus cuentos ocurrían “en el camino” y no es casual que impactaran a Roberto Bolaño.
En 1976 participé en el concurso de la revista “Punto de partida” y obtuve el segundo lugar en cuento. En ese mismo certamen, Roberto obtuvo el tercer lugar en poesía. Uno de los jurados de cuento era el escritor chileno Poli Délano, exiliado en México. Naturalmente, detectó la influencia de Skármeta en mi escritura y empezamos a hablar de él. Bolaño se acercó y dijo que esos cuentos eran tan potentes como la gran narrativa rusa. Ahí se inició nuestra amistad y alguna vez, en la imprescindible compañía de Rodrigo Fresán, comentamos el relato “A las arenas”, de Skármeta, donde dos jóvenes, un chileno y un mexicano, que han peregrinado en autopista a Nueva York, se enteran de que hay un estupendo concierto de jazz, pero no tienen dinero para asistir. Deciden entonces vender su sangre para pagar las entradas. ¿Cómo llamarles a quienes están dispuestos a cambiar su sangre por el arte? Bolaño encontraría una expresión indeleble años después: “detectives salvajes”, y escribiría la saga del chileno Arturo Belano y el mexicano Ulises Lima. Ese impulso de entender la vida como obra de arte y de investigarla de modo rebelde provenía de Kerouac y, más cerca de nosotros, de Skármeta.
Las influencias son como llamaradas que alumbran a cierta distancia y calcinan en excesiva cercanía. Leí a Skármeta con fervor imitativo hasta que encontré otros rumbos y él mismo transitó hacia otros territorios narrativos.
En 1980 llegué a vivir a Berlín Oriental. Sabía que al otro lado del Muro vivía Skármeta, pero el pudor y la admiración me impidieron buscarlo. Un día, él habló a la embajada de México, donde yo trabajaba. Necesitaba una visa para ir a un encuentro literario.
Un hermano mayor
Había leído los cuentos de Skármeta las mismas veces que había escuchado “Stairway to Heaven”, de Led Zeppelin. Esto me llevó a ser bastante tímido en nuestro primer encuentro. Me limité a mencionar sus relatos en tono reverente y dije alguna bobada. Pensé que el trato terminaría ahí, pero Antonio decidió adoptarme. Poco después me invitó a cenar. Yo estaba tan nervioso que perdí mi cartera, donde lo único valioso era mi credencial del Partido Mexicano de los Trabajadores. Era el miembro 879. “¡Me encantaría ser miembro de un partido político con menos de mil militantes!”, dijo Skármeta. Salimos a las calles de la ciudad dividida y ahí comenzó otra travesía, la de una amistad que desembocaría en el milagro de la hermandad.
Cuando conocí al escritor húngaro Peter Esterhazy, reparamos en que ambos éramos primogénitos. Dos ilusiones habían marcado nuestra infancia de idéntica manera: tener un hermano mayor y tener un teléfono. Crecer significaba conseguir la segunda (y descubrir que era una lata) y resignarse a no conseguir la primera.
Pero a veces la literatura ofrece raras compensaciones: esta noche mi hermana menor ha leído este texto sobre mi hermano mayor, de legendario origen yugoslavo, nacido en el desierto de Antofagasta, que llenó el cielo de pájaros y mostró que un joven ciclista solitario podía medir con sus pies el tamaño del mundo y la deriva de las galaxias