En 1759, Samuel Johnson publicó en The Idler un artículo que podría entenderse como una defensa de la biografía por sobre la ficción. Le parecía que ese género de escritos tenían un beneficio directo sobre el lector, en la medida en que servían para corregir la propia vida. A Johnson le interesaban los textos "que no nos dicen cómo un hombre se hizo grande, sino cómo llegó a ser feliz; que no nos hablan de cómo perdió el favor de su príncipe, sino de como llegó a estar descontento consigo mismo".
Después de leer El cuaderno rojo, las memorias de juventud de Benjamin Constant, es difícil no pensar en las apreciaciones de Johnson, porque de algún modo anticipan el tono psicológico que el francés emplea para registrar por escrito sus tempranas, desbocadas y -a despecho de su nombre- inconstantes experiencias.
Sabemos que Constant alternaba períodos de estabilidad con otros de desplazamientos desesperados, que son los que predominan en El cuaderno rojo. ¿De qué huía, qué buscaba? La primera respuesta es fácil: huía de su padre, un militar preocupado por su educación, su reputación y su futuro. Qué buscaba es ya un tema más difícil de desentrañar. Él mismo no lo sabía. Según Saint-Beuve, este hombre, "más distinguido que feliz y más interesante que prudente", buscaba "meterse en complicaciones demasiado reales, cuyos incidentes le reavivasen la existencia".
Es gracioso: en París, Constant visita "madames", a las que seduce burlándose con ingenio de la gente de su círculo. Finge enamorarse de una joven comprometida y lleva la actuación hasta el límite del suicidio. Ante la posibilidad de que su padre lo llevara de vuelta a Holanda, huye súbitamente a Calais para embarcarse a Dover. En Londres, a pesar de sus menguadas finanzas, su primera iniciativa es comprarse dos perros y un mono. Inmediatamente se pelea con el mono y lo devuelve a la tienda, donde le dan a cambio otro perro.
Como muchos franceses de la época, consideraba a Inglaterra el país de la libertad. Al menos estaba seguro de que en ese lugar no sería importunado por policías para quienes un sospechoso era un culpable y los inocentes, un objetivo. Pero más tarde, con el mismo ímpetu de la fuga, inicia el regreso para reencontrar a su padre. Pide plata prestada a cada uno de sus amigos escoceses, se endeuda con un cochero de posta, pide más plata a un posadero para saldar esta deuda, prosigue su ruta a caballo, luego vende el caballo y un reloj. Ya en el continente, adopta a una perrita que lo sigue en su viaje. Saliendo de Brujas, tiene un intercambio de insultos con un señor de provincia cuyos perros atacaron a la perrita y Constant no duda en retarlo a duelo.
Es casi inconciliable la imagen del diputado de la Restauración, defensor de las garantías constitucionales, redactor de espesos tratados políticos, con el joven afiebrado que pasaba de los amores clandestinos al garito y vivía de lo prestado. Saint-Beuve cree ver una continuidad entre el Constant joven y el adulto. Según él estaba dividido en dos mitades y la una parodiaba a la otra.