Me sorprendió leer, en el blog Acantilado, una cadena de comentarios y refutaciones a la columna "Isla desierta", que publiqué hace dos semanas en esta misma página. Me imagino que los habituales de ese blog son personas jóvenes. Un dato excepcional: nadie emitió descalificación alguna en mi contra. Lo que ahí predominaban eran los argumentos no exentos de alusiones eruditas.
Es probable que en la columna no me haya dado a entender lo suficiente. Lo que pretendía decir corresponde no a una teoría, sino a la observación: que la lectura, como cualquier experiencia, tiene un aspecto comunicable: por algo existieron los escolios, por algo existe la crítica literaria, por algo hay cátedras de todos los calibres.
Sin embargo, me parece que el sentido de un texto no es independiente del individuo que es atrapado por él. Cuando José Donoso leyó, por ejemplo, Recuerdos de egotismo, posiblemente fue su propia y particular historia la que resonó todo el tiempo en las palabras de Stendhal. La emoción procede del reconocimiento un poco fantasmal que el lector efectúa en el núcleo de las historias ajenas, aunque éstas procedan del siglo XIX o del II d.C.
Los estados de ánimo son decisivos en este trance. Uno no es un sujeto unitario: si un día nos percibimos como volando con alas de ángel, al otro podemos estar estacados en una silla, polvorientos y sombríos, con nuestra imagen duplicada en el débil reflejo de un vidrio sucio.
Los que tienen las cosas claras confían en que el conocimiento literario es transmisible y reductible. Si son profesores, pasarán "materia" y luego evaluarán si sus alumnos aprendieron o no esos contenidos. Otros prefieren, por cautela, enseñar los rudimentos de un modo de pensar, las pistas de una aproximación, porque sospechan que "todo lo sólido se desvanecerá en el aire".
No sé quién es Miriam Jerade, pero lo que escribe en Acantilado es lo que trato de alcanzar: "Para mí, la crítica más interesante -la única que leo- no es la que recomienda libros, sino la que hace una lectura extraordinaria de un autor (...) Ahí uno tiene ganas de ir al autor no porque me lo resuman o me hagan juicios de valor o juicios estéticos, sino porque descubren una manera de leer, de releer, de encontrar sonoridades, los que hacen una lectura infinita de un texto y no una lectura textual".
Mis amigos más cercanos leen cosas que a mí no me dicen nada por ahora, ya se trate de la novela negra o de los erizados textos de Paul Léautaud. Bioy Casares detestaba el estilo de Marcel Schwob, lo que no le escamoteó la compañía de Borges. A mí me han dicho que debo leer a Alejandro Rossi y a Mario Levrero, pero no quiero ni puedo. Aunque tengo los libros a la mano, termino viendo películas como Frost versus Nixon o Munich 1972, que me atraen como imán porque no sería capaz de realizar nada equivalente y porque veo, en el trasfondo de las imágenes, al niño que fui en una época perdida.