MAURICIO ELECTORAT
En uno de sus ensayos, Roland Barthes habla del pacto entre la novela y lo real, para explicar el credo de los autores del ya viejo Nouveau roman francés, que veían en esta dupla ficción-realidad un matrimonio de conveniencia y una insoportable “tiranía” (de la realidad sobre la ficción), con la que había que acabar. Liberada la novela —preconizaban— del corsé de lo real, ésta adquiriría su verdadera dimensión estética, se transformaría en un puro objeto de lenguaje. El juego de la “ficción pura”, pues de eso al fin y al cabo se trataba (y, de alguna manera, se sigue tratando, ay del novelista que olvide que la novela es, ante todo, un juego), duró una década y algo más, desde comienzos de los cincuenta hasta bien entrados los sesenta. El drama es que esos —muy rápidamente, como siempre— ex escritores jóvenes, fueron leídos mucho más como “finos estilistas”, para emplear el lenguaje de las contrasolapas (y no me refiero a los peluqueros, por cierto), que como grandes escritores. Seamos sinceros: ¿quién lee hoy a Claude Simon, Alain Robbe-Grillet y Michel Butor? Probablemente, apenas un puñado de estudiantes y, acaso, alguno que otro melancólico de la comezón revolucionaria que invadió los terrenos éticos, estéticos, políticos, durante los candorosos años sesenta. Y ahora que me he cargado a los pobres padres de la novela pura, usted perdonará que los reivindique. Planteadas las cosas de otro modo, podríamos hacernos la siguiente pregunta: ¿qué queda cuando al relato le quitamos la trama, los personajes, la exposición y progresión de un(os) conflicto(s)? La respuesta es evidente: queda la poesía. En otras palabras, la de los cultores de la “nueva novela” fue una batalla por llevar —hasta las últimas consecuencias, es decir, sin retornos posibles— la novela a una dimensión estrictamente poética. Si consideramos su permanencia en las listas de libros vendidos y estudiados, no es erróneo pensar que fracasaron en su intento. Pero también es cierto que sin su ímpetu subversivo, novelistas como el último Nobel, Jean-Marie Le Clézio, pero también Georges Perec, Jean Echenoz y, en nuestro ámbito, Juan Benet y Julio Cortázar, no hubiesen sido posibles, o hubiesen sido mucho menos posibles y, junto con ellos, todos sus seguidores. Y es que como en las otras, en las revoluciones estéticas, los precursores a menudo pierden la batalla, pero dejan abierta una vía, que los epígonos suelen explotar, enriquecer y, a veces, superar.
Pero si escribo esto, en realidad, no es para alabar o detractar el fenecido nouveau roman, sino para proponer una línea recta entre dos versos de dos grandes poetas. “El poeta es un fingidor”, reza acaso el verso más famoso de Pessoa. Y en Vallejo leemos: “A lo mejor soy otro...”. Pues bien, me atrevo a postular que —olvidando las listas de más, y menos, vendidos y las inextricables exigencias del mercado— entre un verso y otro podría ubicarse algo así como el lugar del novelista. Parafraseando a Pessoa, podríamos decir que el novelista es un fingidor, que finge tan constantemente, que hasta finge que es dolor (y duda y pasión y desconcierto), aquello que sus personajes sienten. Por otra parte, a riesgo de parecer temerario, me atrevo a afirmar que no existe un solo novelista que no se atreva a suscribir las palabras de Vallejo —“A lo mejor, soy otro, andando, al alba...”— cuando se adentra en las arenas movedizas de la ficción. Es más, si tuviera que responder ahora mismo a la pregunta banal y ritual de “¿por qué escribe?”, respondería sin dudarlo un segundo: para darme el lujo de ser otro. Fingir, desdoblarse, crear un mundo que no es exactamente este mundo —sino uno de lenguaje—, aunque nos parezca muy conocido o reconocible, allí radica, voy a decir una barbaridad, la epifanía que se produce entre lector, narración y escritor. Mientras más alejada de lo real, más novela, podría haber sido la divisa de los escritores del Nouveau roman. Hoy día —pensemos en Lobo Antunes, en Baricco, en Piglia, en Bellatin— podríamos afirmar: mientras más “deforme” lo real, más se vuelve la novela una pequeña bomba de tiempo que explota entre las manos de los lectores... Sin duda alguna, soy otro.