Hace unos días, mirando los estantes con libros que tengo en mi departamento, mis hijos me preguntaron cuál era mi libro favorito. Les contesté que eso no se podía responder, y temo con ello haber defraudado su visión general de las cosas. Para los niños son muy importantes los rankings, las nóminas, las clasificaciones. Yo mismo me recuerdo de chico anotando en un cuaderno la lista de todas las películas que había visto en el cine hasta entonces, que eran dieciocho.
Días después estuve con Alfonso Calderón y hablamos sobre la fastidiosa pregunta “¿qué libro se llevaría a una isla desierta?”. Sin duda es una pregunta equivocada. Entiendo que una persona que va a dar a una isla desierta tiene preocupaciones previas a la lectura. Primero, cómo salir del lugar; segundo, cómo proporcionarse agua y comida; tercero, cómo construirse una choza y elaborar algún tipo de ingeniería hidráulica o mecánica. Y luego: cómo espantar a los depredadores e insectos venenosos, porque el concepto de isla desierta involucra la ausencia de seres humanos pero no la de alimañas.
Una pregunta igualmente absurda, pero más cercana a las circunstancias probables de la vida, podría ser “¿qué libro le recomendaría a un hombre cansado?”. Se la podría haber formulado Boswell a Johnson. Bueno, yo pienso en un caso como éste en Mademoiselle O, de Nabokov, y en La lección del maestro, de Henry James. Son los primeros títulos que se me vienen a la mente y debo decir que en este momento estoy particularmente cansado.
Recomendar libros es un ejercicio tan fallido como aceptar recomendaciones. En el trance de la lectura no hay ninguna objetividad y la experiencia de leer es esencialmente intransferible. Quien tiene muchos libros a su disposición y se encuentra librado de obligaciones, escoge la lectura según su estado de ánimo. La emoción que puede obtener de esa actividad tiene que ver con los innumerables accidentes de su historia personal.
Yo he devuelto sin abrir muchos libros que me han prestado con generosidad y voluntad de empatía. Si me dicen que voy a encontrar ahí adentro, entre las páginas, una variación secreta de mi propio destino, una ampliación de mi visión del mundo, es posible que en ese momento no quiera agregar una línea más a la especulación sobre mí mismo y que prefiera leer una enciclopedia de meteorología.
Igualmente, cuando le he pasado a gente cercana algún libro que me ha conmovido, con la expectativa de que la conmoción se reproduzca en el otro y se arme una complicidad, no he recibido más respuesta que algunas críticas a la estructura, observaciones sobre errores históricos o, directamente, manifestaciones de antipatía hacia los personajes.
De modo que, simbólicamente, en lo que respecta a la lectura, uno siempre está en una especie de isla desierta: la isla desierta de su departamento, la de su pieza, la del círculo de luz de la lámpara, la de las páginas abiertas que ésta ilumina.