Cuando en octubre de 1996 el ministro del Interior de Frei, Carlos Figueroa, utilizó su licencia de conducir para votar en las elecciones municipales, la opinión pública se indignó. Años después, cuando el senador Guido Girardi intentó abusar de su autoridad frente a un carabinero que multaba a su chofer por exceso de velocidad, y luego consiguió que lo sancionaran por no ceder a la presión, la reacción de repudio fue sorprendentemente masiva. Y es que nada produce tanta irritación como el abuso de autoridad; el intento de saltarse las reglas del juego que rigen a la mayoría, invocando una posición de poder.
Se dirá que hay muchos privilegios en nuestra sociedad; es cierto, los de clase tienden a extinguirse, pero persisten con fuerza los que tienen origen en el dinero. Así, hay chilenos que tienen acceso a mejor educación que otros, o a atención de salud de mayor calidad; por cierto, a comer mejor o a vivir en una confortable casa que la mayoría no tiene a su alcance. Pero es precisamente allí donde el Estado moderno ha puesto su mira: hay ciertas cuestiones en que el acceso igualitario de todos es fundamental o al menos hay estándares mínimos. El Estado tradicional, que nos proveía el orden público y la administración de justicia, la defensa nacional, los bienes públicos y las relaciones exteriores, ha ido paulatinamente cediendo terreno a este otro.
El Gobierno, entre sus distintos niveles, gasta un tercio de la riqueza que producen los chilenos, y nos han convencido de que lo hace para igualar oportunidades; para que en algunos aspectos, al menos, seamos todos igualmente ciudadanos.
Y en ese ámbito, el de iguales derechos y deberes ciudadanos están, entre otros, los procesos electorales, donde el voto de todos los chilenos vale lo mismo, la obligación de respetar las reglas del tránsito y también ciertas prestaciones de salud.
El trasplante de órganos ha recibido gran atención últimamente a raíz de algunos casos dramáticos, como el del menor Felipe Cruzat, quien necesita urgentemente un corazón, o el de Diego Poblete, quien recibió un hígado que salvó su vida. Son muchos los chilenos que dependen de la donación de órganos para sobrevivir o para mejorar su deteriorada calidad de vida. Entre estos últimos están los que sufren insuficiencia renal crónica y deben dializarse para seguir viviendo. Según informó recién “El Mercurio'' hay un total de 1.480 personas inscritas en listas de espera para acceder a un riñón, y el año 2008 sólo se realizaron 207 intervenciones. Se supone que, regulado por el Instituto de Salud Pública, hay un proceso formal de asignación de los órganos donados donde se considerarían factores como la histocompatibilidad del donante con el receptor, los anticuerpos y la antigüedad en la lista de espera.
Por ello, no ha dejado de sorprender que súbitamente se informara que el ministro del Interior, Edmundo Pérez Yoma, se sometió a un trasplante de riñón en el Hospital Clínico de la UC, en la madrugada del martes de esta semana. Se ha dicho que el ministro estaba en lista de espera desde junio del año 2008 y que no se está sometiendo a diálisis, en circunstancias que la práctica en Chile ha sido trasplantar a enfermos que previamente han estado en diálisis. Es más, se ha sabido que el ISP objeta el ingreso a la lista de pacientes de hospitales públicos que no están en diálisis. Pero este no es el primer ministro de este Gobierno que se trasplanta: en septiembre de 2007, el entonces ministro de Agricultura, Álvaro Rojas, fue sometido a un trasplante en la Clínica Las Condes. Es muy importante que haya transparencia acerca de los criterios que se utilizan y que se usaron para determinar que un ministro de Estado tendría prioridad frente a 1.500 chilenos que se encuentran en una situación más grave, pues dependen de una máquina para sobrevivir.
Uno no puede dejar de desear la mayor de las suertes al ministro del Interior Edmundo Pérez en su recuperación y congratularse por la alegría que debe embargarles a sus familiares. No creemos que haya tenido la intención de deliberadamente saltarse las reglas del juego, como ocurrió en los casos descritos anteriormente en esta columna; pero como aparentemente ha recibido un tratamiento excepcional, los enfermos que deben dializarse merecen una explicación. Quienes vivimos de cerca la angustia de las listas de espera, dejamos escapar unas lágrimas cada vez que nos enteramos de la realización de un trasplante. Esas lágrimas trasuntan nuestra alegría por la persona favorecida, pero también una importante dosis de ilusión: el próximo trasplantado puede ser nuestro hijo. Nadie debiera tener el derecho de quitarnos esa ilusión.