Cada persona tiene los sueños que quiere, los que se merece o los que le corresponden. Todas estas aseveraciones pueden comprobarse en la realidad. Mucha gente que nació a fines del siglo XIX solía tener en su vejez sueños art nouveau, con campos estilizados, alabastros con filigranas y biombos que atenuaban la luz, pero de la Viena de la época de Freud nos quedan también muchos registros oníricos de incestos y de castraciones. Hay otros que todavía sueñan con la Segunda Guerra Mundial, un acontecimiento que los remeció cuando eran niños.
Quien quiera enterarse de la importancia del sueño en la literatura, fuera del ámbito clínico, puede revisar las obras de Bachelard y las de Albert Béguin.Los románticos, los simbolistas y en mayor grado los surrealistas soñaron en función de sus respectivas ideologías del sueño. Para los barrocos, los sueños tuvieron una doble condición: por un lado, fueron un modelo de la fugacidad vaporosa de la vida y, por otro, “fantasías”, especulaciones secundarias. Con ellas, Quevedo creo casi un subgénero: el del sueño como pretexto para la sátira.
Habitualmente se habla de los sueños como de una elaboración. El relato de los sueños correspondería a una segunda elaboración. Cuando contamos un sueño a otro individuo, lo que hacemos es algo parecido a traducir una traducción. Esto explica las enormes diferencias entre los sueños registrados por escritores de distintas raigambres. Los sueños de Jean Paul, por ejemplo, son tediosos en cuanto están llenos de complicaciones provenientes de la imaginación. Por el contrario, los de Graham Greene, reunidos en Un mundo propio, su último libro, se configuran como episodios concretos, despojados de maravillas y condensaciones, lo que los vuelve particularmente extraños.
Parece que durante muchos años Greene tuvo pudor de dar a conocer sus experiencias de durmiente, sobre todo porque en ellas aparecían personas de su círculo inmediato, pero mantuvo sobre los sueños una vigilancia permanente, para lo cual dejaba en el velador una libreta donde anotar las imágenes antes de que operara el olvido.
Greene distinguía entre “mi Mundo Común”, la vigilia, la vida consensual, y “mi Mundo Propio”, el de sus sueños. En esta región, la del otro lado de la frontera, solía conversar con políticos, reyes y escritores. Es gracioso que en una ocasión se haya encontrado con Chirac en un parque de Londres y que no haya alcanzado a pelar con él a Giscard D`Estaing por la repentina aparición de este último. O que en una conversación con Nikita Krushev hayan hablado sobre la industria cinematográfica inglesa.
Sin duda Graham Greene orientó el relato de sus sueños a su estilo de pensamiento, de escritura o de entendimiento del mundo. Lo que dejó en este rubro fueron estrictamente relatos precisos, sintéticos, luminosos en el mismo grado de su objetividad.