Hace unos días escuché, sobre Vértigo, de W.G. Sebald, el siguiente comentario: “Es un libro ideal para quedarse dormido”. Esa es una frase que se utiliza habitualmente para denigrar una obra literaria, dando a entender un efecto letal de aburrimiento sobre el lector, pero en este caso se trataba de un halago: quien me hablaba se refería al ajuste que se daba entre los mecanismos de la memoria ajena y los del sueño propio.
No es la primera vez que alguien me comenta el placer de traspasar las fronteras de la vigilia a través de los boscosos desvíos de la lectura. Incluso, hace ya tantos años, un señor muy viejo al que yo le había prestado Hotel Oddó, de Joaquín Edwards Bello, me dijo dos días después: “Ese libro es maravilloso, me bastó mirar un rato la portada para ponerme a evocar tiempos olvidados y quedarme dormido”. Lo que aparece en la portada de esa edición de Hotel Oddó es una reproducción de la famosa pintura de Enrique Lynch donde se ve la calle Ahumada de 1910 en un día de bruma o de lluvia.
Yo envidio solapadamente a esos lectores, puesto que jamás dispongo de la serenidad suficiente para leer durante los preparativos del sueño. Por un motivo que no sé descifrar, no acepto ingresar en esos momentos a los mundos creados o recordados por los otros. Necesito, en esa circunstancia, llegar a un estado que me permita levitar en mi propio mundo, con las cortinas traslúcidas que filtran la luz de la calle y crean una atmósfera irreal. Si todo sale bien, me diluyo en ese amnios a los pocos minutos; si el resultado es adverso, me quedo peloteando pensamientos entrecortados, atendiendo a voces inconexas que parecieran saltar de la “papelera” donde alguna vez fueron justamente arrojadas. Como esa situación no tiene salida, por lo general termino buscando en la televisión el programa El juego de la biroca, una absurdidad total y medio erótica en la cual la conductora —que tiene un nombre nocturno: Luna— habla de cosas inespecíficas, hace aspavientos de bailes, lanza subentendidos oscuros y se deja llevar por ese declive del lenguaje que se ha denominado “flatus vocis”.
Hubo una época, recuerdo ahora, en que mi amigo Cristóbal Joannon se fue al campo para leer ocho horas diarias a Heidegger, un acto que yo entendí como una autoflagelación equivalente a los cilicios y a la ingesta de ceniza, pero adornada además por el tedio.
En alguna oportunidad se podría levantar un canon de libros para dormir. No para “dormir con lo ojos abiertos”, como escribió con sorna Macedonio Fernández, sino para dormir efectivamente. El rango podría ir desde el mamotreto inverosímil —algo así como “Plan de desarrollo regional de la zona rural costa para el año 1966”— hasta los mismos libros de Sebald. Yo no dejaría de incluir el poema Luz de provincia, de Mastronardi, acaso la yuxtaposición de frases más hipnóticas y polvorientas que me ha tocado conocer, arrastradas una tras otra por una distante fuerza de gravedad.