Me acuso: Muchas de las ideas que he escrito en esta columna no son mías. Le pertenecen en gran parte a mi amigo José Manuel Prieto, escritor cubano con el que converso de tarde en tarde en Nueva York. Los cincuenta años de la revolución cubana me dan la ocasión ahora de pagar mi deuda con él.
Una novela como REX (la última de las suyas), que cuenta la historia de una familia de mafiosos rusos que quieren restaurar la monarquía, en apariencia poco o nada tiene que ver con la revolución de los barbudos. Nada puede ser más distante del realismo socialista que esa novela que plantea a La búsqueda del tiempo perdido como el libro que podría contener todos los demás. Y sin embargo REX y su autor son hijos legítimos de esa revolución que enfermó a su isla de desmesura.
Pequeño peñón en medio del Caribe que ha sido el centro mismo de las preocupaciones de dos imperios gigantescos (el soviético y el americano). País símbolo, dirigido por un hombre que tiene la edad, viene de la clase social, que tuvo la ambición, que tiene la decadencia, de los escritores del boom (una idea de Prieto ésta también) que acompañaron y abandonaron una revolución que es de alguna manera también una novela del boom.
¿El siglo de las luces o El otoño del patriarca?
El error principal de todos los revolucionarios es que no creen en la revolución. Intentan infructuosamente fijar ésta, inmovilizarla, impedir su esencia, que es justamente la del movimiento. La vida de Prieto es el ejemplo mismo de esos giros permanentes e impredecibles que desencadena toda revolución. José Manuel entró a estudiar ingeniería a un país que se llamaba URSS. Salió convertido en escritor en un país que se llamaba Federación Rusa. La rueda siguió girando y Prieto se hizo mexicano y luego neoyorquino. Ahí lo conocí, en Nueva York, hablando con extraña suavidad en ruso con las camareras del Russian Samovar. Tranquilo casi siempre, Prieto no se inmuta mucho con nada. Lee a toda velocidad autobiografías de Bill Gates, o cualquier libro técnico que pasa por sus manos. Sabe un poco de todo, tiene sobre muchos temas opiniones terminantes que libera con una sonrisa más bien suave, casi pastoral.
La literatura, creo así haberle escuchado una vez, nace del contacto entre la cultura más refinada y los bajos fondos más hondos. La escriben quienes necesitan inventarse un origen, o una misión, los que cambian de clase, de país y de medio, obligados a explicar e inventar de dónde vienen y hacia dónde van. Bellow, el judío, que salió del ghetto a la universidad pero que nunca puedo sentirse del todo cómodo en el claustro universitario, porque huele de ahí la vitalidad de la calle. O Nabokov, el hijo de aristócratas que tiene que dar clases de tenis para sobrevivir en otro idioma siempre distinto al suyo. Los libros de Prieto mezclan así un enorme conocimiento de la tradición literaria siempre en mano de contrabandistas, mafiosos y aventureros varios. Eso es quizás lo más cubano que tiene, un lugar, un origen, una clase, una tradición que se ha roto para siempre. Personajes que han perdido un país, pero han ganado un exilio.
El exilio de Proust, judío y homosexual entre lo que quedaba de la nobleza francesa, o el de Borges, único lector de “Beowulf” en Buenos Aires. Monstruos, me decía también Prieto una vez, estamos condenados los latinoamericanos a ser, eruditos sin biblioteca, poetas que deben inventar ellos solos toda una literatura, solterones que viven con sus madres creando sus propias divinas comedias suburbanas en el patio trasero de la casa.
Extraño país ese de la literatura, donde te exigen para darte la nacionalidad, ser extranjeros antes. Los cubanos, como los judíos por siglos, como en cierta medida los irlandeses, tienen esa ventaja, venir de un país que ha roto con sus propias fronteras. Después de todo, en literatura somos todos balseros. Los que han vivido esa tragedia de más cerca, los que saben que no es sólo una metáfora, comprenden lo que Prieto comprende de un solo vistazo, que los libros son una cuestión de sobrevivientes.