No conozco un buen escritor que no sea a la vez un buen entrevistado. Y diría incluso que esto corre también para los malos escritores, o los de la medianía. Hasta donde yo recuerdo, el de respuestas más secas es T.S. Eliot. En las entrevistas se comportaba con desconfianza, como si no quisiera disgregarse, ser pillado en un punto flaco, equivocarse en algo. Aun Nabokov, con sus manías y sus aparatajes de control de la palabra, se manifestaba más generoso y digresivo: hablaba, en definitiva, aunque fuese por escrito.
El mejor modo de escrutar las opiniones de un escritor es preguntarle por su vida. Las opiniones en sí son inestables, intercambiables, y con el tiempo pueden volverse incluso ridículas. Los detalles de la vida, por el contrario, nunca pierden interés y pueden llegar a contextualizar una apreciación estrambótica o aparentemente irresponsable.
Da la impresión de que todo escritor tiene el deseo de que le pregunten cosas sobre sí mismo, y que a partir de ese núcleo individual obtiene una perspectiva para hablar sobre el mundo. El modelo que usó Montaigne para armar sus ensayos -escribo de lo que más sé, es decir de mí mismo- ha infiltrado al modo de ser de la especie. Henri Michaux no aceptaba entrevistas precisamente por miedo a que lo hicieran hablar de cosas en las que ya no pensaba. Si el preguntón le hubiese dicho "hable de usted mismo", los obstáculos se hubiesen diluido en un segundo.
Su amigo Emile Cioran, con quien uno puede estar en permanente desacuerdo, fue un interlocutor ejemplar. Lo confirmamos en su libro Conversaciones, que reúne una variedad de entrevistas de muy distinta catadura. Quizás la virtud de Cioran como conversador se dio en el hecho de que le concedía unas pocas frases a sus opiniones rotundas para luego irse por el desvío: contar episodios de su pasado, hablar de situaciones y de personas sin notoriedad intelectual, recordar lugares y momentos de entendimiento o de "caída de la teja". Cioran trataba de presentarse ante los demás en una dimensión estrictamente humana, sin adornos falsos o misterios que lo proyectaran como un individuo espectacularmente especial. En un par de párrafos habla incluso de cierta humillación que vivió en la juventud: la de tener que pedir -mediante artimañas de escaso éxito- cartas de recomendación a sujetos influyentes.
Otra de las virtudes de Cioran: no hablar demasiado sobre un mismo asunto. La gente que quiere agotar un tema ante nosotros muestra un poco más que falta de consideración: nos hace vislumbrar la locura. Siempre agradeceremos en un interlocutor los recuerdos intempestivos, la facultad asociativa y la tendencia a tomar, en definitiva, el camino de las ramas. No sé si esta premisa se entiende en todas las ocasiones: cuando estoy de ánimo para conversar, no quiero más que conversar. No espero, en tales circunstancias, que me enseñen, que me testeen ni muchos menos que cuestionen mi forma de vivir.