La juventud que aparece en Palomita blanca, de Enrique Lafourcade, ya no es tal. Me refiero a los probables modelos reales que el autor tuvo en mente al momento de escribir esta especie de novela-registro. Han pasado casi cuarenta años desde que se la consideró un libro oportunista, con la frecuencia sintonizada en las modas del momento.
Caminando a veces frente al Coppelia, en Providencia, me pregunto dónde habrán ido a parar esas niñas rubias y flacas, en qué material se habrán convertido sus risas, cuánto pesa hoy la liviandad del aura dorada que irradiaban sus semblantes.
Muchas veces el éxito de ventas de un libro nos resulta incomprensible, sobre todo cuando el lenguaje utilizado en él exaspera nuestra disposición crítica o simplemente nos derrota a través del aburrimiento. No es, por supuesto, el caso de Palomita blanca. Las ventas masivas, que —me imagino— sigue hoy produciendo, no hacen sino refrendar las virtudes del relato.
Creo que Lafourcade dio en el clavo infalible de la novela realista: mostrar dos mundos irreductibles precisamente en la frontera que los une y los divide. El amor, en estas zonas de la realidad, nunca es más fuerte: simplemente es el pasaporte ilusorio que permite pasar de un lado al otro en momentos de tregua o distracción, antes de que los protagonistas retomen los roles que “el destino” les ha asignado desde antes del nacimiento.
Los amores imposibles y los abismos sociales son también tópicos del folletín y de sus derivados. Esa es la literatura que lee la adorable María en su pieza de cité, y así se le presenta la vida en un año convulso: 1970. Los estridentes hechos políticos de ese tiempo son sólo ruido de fondo. El ruido de primer plano es la escuálida conciencia de la niña, cada una de las palabras básicas con las que trata infructuosamente de entender un mundo que no conoce y que le es adverso en casi todas sus aristas.
Se podría afirmar que la vida sigue igual, y que la historia de la maltrecha y anhelante María —cuya inocencia no le permitía convertirse en la Madame Bovary de La Vega— se ha repetido muchas veces fuera de la ficción. Hay que acordarse de lo que sucedía en la Gelatta de la Gran Avenida en los años ochenta, y de la posterior aparición y demolición social de las denominadas “camboyanas”.
Lafourcade enfrentó en su momento el problema de armar un universo complejo con personajes básicos: enhebrar conflictos seculares de nuestra sociedad a través de la mente de jóvenes que sólo tenían alguna idea de su propio presente.
Palomita blanca sigue hoy funcionando en su velocidad original, cuestión que supongo no sucede con los Austin Mini ni los Camaro de hace cuarenta años. Santiago ha cambiado pero la cartografía emocional de la novela se entiende perfectamente. La juventud también ha cambiado, pero esto no es ninguna novedad: la juventud siempre cambia y se recicla a sí misma pero nunca se transforma en algo distinto a ella misma.