Mauricio Electorat
Estaba escribiendo esta columna, cuyo tema sería la oposición entre la filología y la escritura o, en otras palabras, la distancia que media entre la producción literaria del momento y el lento aparataje de la crítica, al menos de la crítica tradicional, que tarda años, a veces decenios en incorporar la producción contemporánea a algo que podríamos llamar el corpus literario de un país o de una lengua. Y eso nos lleva a la concepción de las mallas curriculares de los estudios literarios y, al final, a la vieja dicotomía entre crítica y creación, en la cual reposan la mayoría de las carreras de letras: los estudios filológicos, centrados en, al menos, una lengua y una tradición literaria, están en las antípodas de la perspectiva del escritor. Dicho de otro modo, quien comienza a estudiar letras entra, muchas veces sin sospecharlo, en un andamiaje teórico en el que la práctica del discurso crítico se opone radicalmente a la práctica de la creación literaria. En otras palabras, se es escritor o investigador. De alguna manera, al productor del discurso crítico le está vedado ocupar el lugar del creador.
En su época, a nadie se le habría ocurrido imaginar que filólogos tan eminentes como Marcelino Menéndez y Pelayo, Ramón Menéndez Pidal o Martín de Riquer hubiesen podido dedicarse a una actividad tan “frívola” como escribir novelas. Esta es una exclusión tácita en todas las mallas curriculares de las carreras de letras, de las tradicionales al menos. Se me podrá objetar que eminentes escritores han sido también grandes filólogos o profesores de literatura: Nietzsche, Thomas Mann, Nabokov, Saul Bellow, Philip Roth, por no citar sino a los que primero se me vienen a la memoria. Pues sí, en la vida, como en la gramática francesa, hay excepciones para todo. Postulo únicamente que quienes asumen el doble papel de escritores y académicos se salen, de alguna manera, del territorio o la perspectiva propios de la “academia”. De la academia tradicional, repito. Porque, claro, los modelos anglosajones de estudios literarios han incorporado mucho antes que los de los países latinos el vasto terreno de la creación literaria a los estudios de letras. Algo de esto es, por lo demás, lo que se suele querer expresar cuando se hace la distinción entre el escritor “puro”, “encerrado en su Torre de Babel” o, lo que viene a ser lo mismo, en la literatura y el escritor que está “en la vida”, que escribe desde la experiencia, entre Pound y Hemingway, por ejemplo, entre Flaubert y Zola, entre Breton y Malraux, entre Borges y Neruda... y dejo al cuidado del lector seguir completando la lista, que puede ser (casi) infinita.
En fin, iba a escribir sobre esto a propósito de una conversación que mantuve con Alan Pauls frente a mis alumnos de la Universidad Diego Portales, en la que tratamos precisamente de estos temas. Tendría que ser una columna interesante, que motivara alguna reflexión en quienes leen habitualmente este tipo de columnas, pues, al final, de eso se trata, ¿o no? El problema fue que, de pronto, sobre el rectángulo blanco de mi pantalla apareció una araña. Era más bien pequeña, negra, de patas cortas y cuerpo lustroso, ligeramente abombado. Me sorprendió esa aparición. Estaba allí, inmóvil —Borges hubiese escrito: eterna—, ajena por completo a la íntima y velocísima relación que se establece entre el espacio cibernético del computador y el “cerebro líquido” (que diría Gonzalo Rojas) del que escribe. En su radical diferencia, en su ensimismamiento de insecto, de objeto vivo pero “otro”, esa araña fue la irrupción de lo “real”... Y entonces, usted perdone, se acabó la columna, tal como la tenía planeada al menos. Paré de teclear, agarré del cajón un paño de sacudir y cuando fui a aplastarla contra la pantalla, el bicho se movió a una velocidad sorprendente hacia la tapa del computador. Decidido a acabar con esa interrupción inquietante, di la vuelta al escritorio, con el paño en ristre. Pero, claro, la cubierta del computador es negra, como la araña y yo sufro de astigmatismo, presbicia, algo de miopía y me parece que de un poco de estrabismo. El hecho es que, cuando la vine a ubicar, se desplazaba, digo corría, sin duda alguna intuyendo el peligro, por las tablas del parquet hacia los bajos de la estantería. Resumiendo: en una fracción de segundo, se había perdido entre las viejas carpetas que guardo en el primer anaquel. Si yo fuese economista o sociólogo y esta columna versara sobre la recesión mundial o el futuro recambio político en Chile, lo más probable es que el insecto hubiese podido seguir viviendo su (supongo que) apacible vida de araña entre los manuscritos que guardo hace veinte años. Pero soy escritor (y académico, lo habrán adivinado), es decir, soy obsesivo: imaginé que allí, entre mis papeles, anidaban quizá familias enteras de arañas, a lo mejor uno que otro ratón fosilizado, los restos de algún alacrán, hasta de alguna culebra. Saqué todas las carpetas y desparramé su contenido por el piso: había poemas que no recordaba haber escrito, anotaciones para cuentos, capítulos enteros de novelas que jamás terminé... La araña, por eso está en esta columna, no sólo era lo real, sino que me condujo a mi propia realidad, a mi pasado. Pensé: Kafka es un genio. Recordé un verso de Antonio Cisneros: la araña cuelga demasiado lejos de la tierra. ¿Demasiado lejos?