Roberto Merino
Cuando éramos niños, a fines de los sesenta, nos acostumbramos a ver las películas que programaban por la tarde en la televisión. Se trataba más que nada de clásicos del cine que se pasaban sin afán cultural, sino más bien por pura entretención. La experiencia podría haber resultado un un poco extraña, en la medida en que aquellas películas venían con unos diez o veinte años de atraso, pero en esos tiempos las modas no cambiaban tan drásticamente como sucede hoy. En la realidad, es decir, en la calle, también veíamos personas ataviadas al estilo de la postguerra y entre las citronetas y los NSU campeaban muchos Ford 40 y otros armatostes –entre ellos las micros– que se resistían a perder su vida útil y quedar como meros vestigios en el tiempo.
Hace unos días se renovó en Inglaterra cierto ranking anual con las cien mejores películas de la historia y “El ciudadano Kane” cedió el primer lugar a “El padrino”. Esto indica que por fin comienza a aceptarse entre los especialistas un fenómeno que para el público común es evidente: que el cine, a diferencia de la literatura, progresa. Los relatos cinematográficos de Orson Welles o de Hitchcock, a despecho de sus respectivos prestigios, hoy han sido optimizados por directores casi anónimos.
Son pocas las películas del pasado que actualmente se pueden ver con “transparencia”, es decir, sin tener que pasar por el trámite de ajustar mentalmente las tomas y los diálogos en relación a la historia. Se podría decir que uno, que lleva tanto tiempo operando como espectador, ha aprendido mucho sobre economía de recursos visuales y se exaspera cuando comprueba que le están desviando la perdiz con paisajes deliberadamente emotivos, rostros imponenetes mostrados desde abajo o música saltarina agregada para comentar las evoluciones de los personajes simpáticos.
Para mí ha sido una decepción ver por segunda vez –treinta años después– “Nido de ratas”, por ejemplo, que cuando niño me causó un efecto magnético. No alcancé a soportar la música como émbolo continuo y guia de las emociones del público. Supongo que algo parecido me ocurriría con “El ángel azul” o con “Servidumbre humana”.
Y hace poco arrendé –para compensar mi ignorancia en estos temas– “Los inadaptados”, esa celebridad de 1958 creada por Arthur Miller donde coinciden Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift. La primera mitad era una luminosa lata: chistes fomes, personajes maqueteados, lentitudes innecesarias. Pero después, ah, después sí que Miller pareció quedar en libertad y pudo al fin desarrollar a su modo un conflicto feroz: el que se da entre tres cazadores de caballos salvajes que oblicuamente se disputan a una histérica, una mujer preciosa que se mueve en el campo de la ambigüedad con el mismo virtuosismo que sus galanes demuestran en la ingesta alcohólica, el manejo de lazo y la doma de bufantes bestias chúcaras.