Por Roberto Merino
Es un poco extraño que Martín Cerda, un escritor de posguerra con una pesada carga existencial, no se haya aventurado jamás en un enorme libro totalizador. Quizás fue su convicción de vivir en un mundo inestable lo que lo impulsó a ejercitar su pensamiento en géneros de paso: la nota, la crónica, el comentario, textos cuya resolución es tan rápida como su lectura.
Había mucho de delicadeza en el gesto, o de humildad o de sentido de la empatía. “Por delicadeza perdí mi vida”, es la frase de Rimbaud que se le ha adjudicado en más de una ocasión, como una especie de epitafio. Una vez le pregunté a Alfonso Calderón, que lo conoció mucho, si acaso Martín Cerda, de haber sido francés, no sería hoy un escritor famoso en el mundo. “No sé”, fue la respuesta, “él carecía de ambición”.
Cuando uno revisa hoy los libros de Martín Cerda —póstumos casi todos— se da cuenta de su facultad de anticiparse a las lecturas de los demás. Muchos de los autores que hemos apreciado con el tiempo —o que se han puesto de moda recientemente— ya estaban reseñados, comprendidos, examinados y puestos en relación por Cerda desde mediados de los años sesenta o antes: Barthes, Benjamin, Bachelard, Drieu la Rochelle, Mario Praz, A. Álvarez, por mencionar unos pocos dentro de una extensa enciclopedia.
Esto sin duda no tenía que ver con la vanidad intelectual, sino con su sensibilidad de la urgencia. Para Cerda existía algo llamado “nuestro tiempo”, una entidad difícil de precisar que se precipitaba hacia los riscos del naufragio. Él necesitaba imperiosamente establecer las coordenadas de esta situación, antes de que se tocara la alarma de zafarrancho.
Ni la amargura ni la desazón que pudieran haberlo angustiado afloraban en el trato de Martín Cerda. Parecía siempre dispuesto a ser amable, e incluso a sonreírle al prójimo. No ponía ante sí falsas distancias.
Esto ya lo he contado en otra parte, pero viene a cuento en esta oportunidad: un mediodía de 1985 me tocó estar en la Biblioteca Nacional en el momento en que estaban depositando en un pasillo las miles de carpetas del archivo de recortes de Joaquín Edwards Bello. Cerda estaba dos mesas más allá, y ambos nos paramos a contemplar el lento y fastidioso trabajo. “El único que puede ordenar estos archivos es Calderón”, fue lo único que me comentó. Al llegar a mi casa, un rato después, me puse a ver el programa “Almorzando en el Trece”; uno de los invitados era Alfonso Calderón, y citaba precisamente a Edwards Bello: “El chileno es el hombre equivocado en el lugar equivocado”.
Cuando se quemó la biblioteca de Martín Cerda en Punta Arenas, muchos pensamos que su obsesión por el Titanic y por “el desgarro del hombre contemporáneo” había encontrado un aciago correlato en la realidad. Se trató de “el incendio de un sueño” —como llamó Bukowski a la destrucción de la Biblioteca de Los Angeles—, y más precisamente la reducción a cenizas de una vida entera.