Roberto Merino
El arribismo, un tema tan de primera mano para los escritores franceses del siglo XIX, no ha tenido demasiado lugar en la narrativa chilena. Es extraño: en un país como el nuestro, donde origen y destino están vinculados en la vida de todo el mundo, tal experiencia tendría que haber aparecido más nítidamente al menos en novelas o cuentos de orientación realista.
No conozco todo y olvido mucho, pero por más que trato de recordar no encuentro muchos textos donde las esferas sociales, al vibrar unas por acción de las otras, produzcan alguna clase de música. O bien siempre vuelvo a los mismos autores.
Están las obras de Edwards Bello y las de Orrego Luco, y antes las de Blest Gana, quien, curiosamente, tenía una inspirada sensibilidad para describir ambientes pobres y una disposición bastante más acartonada para dar cuenta de los recovecos de la opulencia.
Por cierto, en los mil y un mundos de José Donoso siempre hay un rincón, en el espacio simbólico de la casa, para el protagonismo de las empleadas y de los sirvientes ocasionales. En este caso, a veces esas personas son miradas con un sesgo de empatía y en otras ocasiones aparecen con la ferocidad de un clímax de Buñuel.
El mismo Donoso, en su Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, le da total importancia –para la formación de un escritor– a cierta fractura, inestabilidad o incomodidad social. Tener herido el sentido de pertenencia motivaría, según esta visión, la necesidad de mirarse a sí mismo y de escrutar el mundo.
Y ahora que lo pienso bien: en las novelas de Germán Marín siempre hay miradas cruzadas; se transita de un sector a otro de la ciudad, y entre la protección familiar y el desamparo exterior subsiste una especie de aduana o algo parecido a la puerta secreta del Hades.
Pero yo hablaba, en el rubro de los personajes literarios, del arribismo o identificación exagerada con una clase social distinta a la propia. Quizás el relato que da más cerca del blanco en relación a este problema es uno de los primeros de Cristián Huneeus. En este pequeño cuento, titulado “Pijecito”, percibimos el temblor de un dinamismo psicológico que en la existencia diaria reconocemos casi todos los días. El núcleo de la historia es tristísimo y consiste simplemente en el orgullo secreto que un tipo de la ciudad –un hombre perteneciente a lo que podríamos denominar “clase media baja” – siente cuando un campesino resentido lo descalifica rabiosamente con el mote de “pijecito”.
En el relato de Huneeus, una parte de la acción es bien concreta y sucede en un campo cualquiera: gente que va y viene y que sortea un repertorio de problemas. La acción fundamental, no obstante, se verifica en la conciencia repentinamente regocijada y atribulada de ese personaje casi anónimo, un perdido a quien el destino le obsequió, como en los carnavales, la oportunidad de ser por un instante alguien diferente a sí mismo.