Roberto Merino
Hace ya demasiados años encontré un libro de Marcelo Matthey Correa en el subterráneo de la librería Pax, en la calle Huérfanos. Todo lo que se liquidaba en ese lugar a precio de huevo tenía el sello de lo inútil: manuales de reparación de radios a tubos, informes de los años cuarenta sobre tratamientos de diálisis en perros y otros volúmenes como El almanaque del ganadero para 1956 o El gallinero en casa.
En un rincón poco visible de ese purgatorio estaba Sobre cosas que me han pasado, que Matthey había publicado hacía poco, en 1990. Saqué el libro del anaquel, leí un par de párrafos, lo cerré, subí la escalera, pagué rápido y salí a la calle con la extraña emoción de haber descubierto una isla lumínica en un maremágnum de miasma.
Más tarde supe que existía otro libro del autor, titulado Todo esto me sucedió entre diciembre de 1987 y marzo de 1988. Después nos conocimos brevemente en la Sala Elefante de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, pero no intercambiamos más palabras que las necesarias al saludo.
La sensación de benéfica claridad de la escritura de Matthey me surge también hoy cuando releo sus libros. No conozco otro caso en la literatura chilena en que la realidad esté cifrada por exposición directa. Las cosas, las acciones, los movimientos, las conversaciones, aquellas singularidades con las que se teje nuestra vida diaria, están en esos textos presentadas, por decirlo así, sin el ruido anexo de los pensamientos.
Lo que Matthey logra configurar en esta especie de diario es un registro hipnótico de una vida común o al menos verosímil. No divide, no clasifica, no contextualiza y ni siquiera ostenta el afán de mostrar: simplemente dice lo que hay. Se puede pensar que sus caminatas por Santiago o sus desplazamientos a la playa en bus carecen de intención visible. Sin embargo, a veces, el narrador, personaje o voz de los textos deja entender que busca algo: algo que está a punto de serle revelado en el fondo de un cité o más allá de un montón de dunas deshabitadas, pero al final ese algo nunca llega a ser aprehendido.
En una entrevista realizada en 2000 por Cristóbal Joannon, Marcelo Matthey —dedicado en ese momento a la antropología en Valdivia— confesó su fobia a los fines de semana porque sólo aparecen, según él, para cortar la continuidad. El punto es clave: Matthey parece pasar por la existencia cotidiana con una conciencia hipertrofiada de los minutos. Cada día ve las cosas como si se le aparecieran por primera vez.
No es raro que un escritor de esta naturaleza hubiese vuelto al silencio desde el cual alguna vez hizo ademán de asomarse. Es posible que como Hofmannsthal, ese otro sustraído, haya abandonado la literatura. O bien puede ser que en la distancia y en el cuasi anonimato haya seguido en los últimos años fijando por escrito la exigua catadura de la experiencia.