La reflexión sobre qué merece ser considerado literatura y qué no se inscribe en el vastísimo campo de la estética —en el de la poética, si se prefiere— y ha dado lugar a descomunales batallas, no únicamente de ideas.
No hace mucho, alguien que conoce bien los mecanismos del mundo de la edición en Hispanoamérica me decía que los editores no buscan actualmente buenas novelas, sino novelas que vendan mucho. Esto, tanto en los grandes consorcios —los imperios que poseen editoriales, periódicos, canales de televisión— como en las llamadas editoriales independientes o pequeñas, que no lo suelen ser tanto. El razonamiento de mi interlocutor nos puede llevar fácilmente a la conclusión de que la literatura —la verdadera, la que permanece— le importa muy poco a la industria cultural.
Válido o no, la pregunta que cabe hacerse desde el lugar de quienes tenemos la (nada modesta) pretensión de escribir literatura es la siguiente: ¿qué hace que una novela sea una buena novela y no únicamente un best-seller destinado, finalmente, al olvido? Y, en el caso opuesto, ¿qué hace que una novela sea una buena novela y no una novelita mediocre que, además, ha tenido la mala fortuna de pasar desapercibida? Sin duda alguna, no hay una sola respuesta. Lejos de ello. La reflexión sobre qué merece ser considerado literatura y qué no se inscribe en el vastísimo campo de la estética —en el de la poética, si se prefiere— y ha dado lugar a descomunales batallas, no únicamente de ideas. Bástenos recordar el estreno de Hernani, de Victor Hugo, que se saldó con una riña generalizada en el teatro que había osado acoger la obra en la que el vate francés acababa, por primera vez, de derribar la tiranía de las famosas unidades aristotélicas —básicamente: de tiempo, de lugar, de acción— por las que hasta ese momento se regía, cuasi religiosamente, el arte dramático. Para apoyarlo, Victor Hugo llevó a sus amigos, Théophile Gautier, Balzac, Nerval, Berlioz, entre otros, quienes, en repudio a los “clásicos”, se hartaron de cerveza y cecinas y orinaron desde la galería. El autor recibió algunas bofetadas, un par de huevos, probablemente la maldición eterna de alguna de las damas allí presentes —cosa nada menor para el poeta—, pero salió triunfante: tras el estreno de Hernani se transformó en el caudillo incontestable del Romanticismo en Francia, pese a que Chateaubriand y Lamartine (por no hablar de Rousseau, el gran precursor) ya lo habían introducido hacía algunos decenios. Esta OPA de Victor Hugo (que era tan político como Neruda) sobre una sensibilidad ya instalada en la literatura francesa del XIX pudo tener éxito gracias al arrojo de su autor, pero acaso haya que considerar un factor más importante: cuando se estrenó la obra, en 1830, la gran mayoría del público estaba mucho más preparada para acoger la revolución que supuso el romanticismo que veinte o treinta años antes, en la época de Chateaubriand. Traigo este incidente —conocido como “la batalla de Hernani”— a colación, pues nos lleva a un punto esencial: aquello que merece pasar al panteón de la buena literatura, y aquello que no, es algo que deciden, muy fundamentalmente, los lectores. Esto, que la moderna semiótica ha investigado a fondo bajo el rótulo de “horizonte de lectura” u “horizonte de recepción”, es algo que echa por tierra dos de los mitos más ancestrales que cimentan nuestra relación con la cultura: 1) el de la perfección de la obra de arte, 2) el de la genialidad del artista. Así, un poema, una novela, serían “perfectos” únicamente mientras los lectores de diversas culturas y generaciones así lo consideren. Y la genialidad del escritor consistiría en su capacidad de transmitir unas claves que harán que los lectores sigan leyendo su obra a través de los siglos y de las barreras lingüísticas. Borges lo dice mejor, clásico —postula— “es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Hay un hecho evidente: no leemos, a comienzos de este siglo, a Milton, al Dante, a Rabelais o al Marqués de Santillana, ni con previo fervor, ni con lealtad de ninguna clase. Prácticamente, no los leemos ya. Ya no forman parte de nuestro panteón literario. ¿Esa merma, transforma al lector del siglo XXI en un lector menos apto, menos idóneo para decidir qué es y qué no es literatura, o gran literatura? No estoy seguro. Postular lo anterior podría llevarnos a la depresión y hasta al suicidio —intelectual, al menos— al comprobar que a nosotros, lectores cultos de este siglo, no nos dice estrictamente nada el Perceval, de Chrétien de Troyes, ni los Milagros de Nuestra Señora, ni el Poema de Fernán González, lecturas que toda persona culta de fines de la Edad Media tenía a su haber. Sin embargo, somos nosotros, con nuestro bagaje actual, quienes estamos decidiendo si Dan Brown o Philip Roth, si Susanna Tamaro o Antonio Tabucchi, si Isabel Allende o Roberto Bolaño son o no son grandes escritores y cuál será el alcance de sus obras.
¿Y qué se viene? El fin del libro como soporte técnico, nunca el de la literatura. Ya lo estamos haciendo para otro tipo de textos y dentro de no mucho leeremos literatura en e-books, en celulares, en pantallas de computadores y relojes. ¿Una tendencia? La fábula, la parábola, las formas narrativas cada vez más breves. No otra cosa son Seda, de Baricco, El perfume, de Süskind, casi todas las novelas de Amélie Nothomb. ¿Otra tendencia? La opuesta, la novela de más de quinientas páginas que, a lo mejor, volveremos a leer por entregas, como en el XIX, pero ahora en nuestras pantallas.
Sigan ustedes disfrutando de este papel impreso... mientras puedan.