Roberto Merino
Es sabido que Henry Michaux rehuía las entrevistas periodísticas. Le perturbaba sobre todo que le preguntaran cuestiones en las que ya había dejado de pensar. Esto indica claramente qué tipo de escritor era: un investigador del yo o un receptor de las ondas de la experiencia. Le interesaba, precisamente, el pensamiento como experiencia, y no tanto como contenido transmisible.
Nabokov, en cambio, aceptaba ser entrevistado, pero a condición de que le enviaran las preguntas por escrito. Se negaba a que el periodista ingresara a su casa, pues lo suponía demasiado interesado en registrar detalles circunstanciales de su vida doméstica, detalles que él consideraba prescindibles, si no despreciables.
Estas previsiones delatan a un neurótico con tendencia al control. En su libro Opiniones contundentes recupera las entrevistas en inglés que le fueron hechas a través de los años. Eliminó las presentaciones que encontraba obtusas o estúpidas y se dio cuenta de que el repertorio de sus respuestas constituía algo así como ensayos fragmentados.
Samuel Beckett es otro receloso del género. Una de las pocas entrevistas suyas que circulan —realizada para Paris Review— es más bien una colección de observaciones redactadas por un incondicional. En el texto no aparece el formato clásico de preguntas y respuestas. Beckett, técnicamente, no prestó la voz: tan sólo se dejó contemplar en el trascurso de unas cuantas conversaciones.
Se diría que lo de Beckett es una excepción en Paris Review. Esta revista norteamericana nació en el París de los años 50 como saludable salida frente a las revistas literarias francesas del momento. Los editores eliminaron críticas y reseñas, dándoles espacio a las obras mismas —básicamente cuentos y poemas—, y, por cierto, a entrevistas en las cuales a los escritores se les pedía hablar más que nada de sus procesos de escritura.
Hasta que no aparecieron los diarios de Adolfo Bioy Casares, las barbaridades más sonadas de Borges las habíamos conocido a través de entrevistas de prensa. Al contrario de Nabokov, aceptaba la grabadora, y ante ella además no se cuidaba en lo más mínimo. En estos trances declaró que los negros estaban mejor cuando eran esclavos y que estaba de acuerdo con que a Pablo Neruda se lo matara por sus ideas, entre otras incorrecciones políticas. Cuando venía el chaparrón de repudios alegaba que él no buscaba a los periodistas, sino que eran éstos quienes lo llamaban a su casa para preguntarle de temas que no conocía demasiado.
En Chile, Juan Luis Martínez nunca pudo superar el efecto intimidante que le provocaba la grabadora. Para él, una cosa era hablar en privado y otra arrogarse la palabra de representación pública. Una vez le pidió a una periodista que le dictara sus preguntas por teléfono. No contestó jamás. Después se supo que había incorporado esas preguntas en una obra en curso.