Rafael Gumucio
Los periodistas culturales suelen pedir disculpas y sorprenderse de que una novela profunda pueda ser entretenida. La verdad, lo raro es justamente lo contrario, que un libro aburrido sea profundo, o que un libro entretenido no discuta ideas importantes. Los libros realmente profundos no son sólo generalmente entretenidos, sino que fueron muchas veces escritos explícitamente para ser literatura de entretención. Un escritor de best seller como Simenon escribía novelas escalofriantemente profundas porque sabía que sólo esas son adictivas. Un frívolo profundísimo como Stendhal sabía que los hombres no somos anguilas, que nuestro destino es ir del fondo hacia la forma, y que la forma, la superficie, la superficialidad misma, está por sobre, más arriba, siempre más arriba, que la profundidad.
Más aún, no hay un test más certero para juzgar la real hondura de un libro, que pasarlo por el cedazo de la entretención. Si un gran libro te aburre al releerlo sabrás que su grandeza es sólo ilusoria. Si un libro te sigue entreteniendo al releerlo sabrás que hay algo más que distracción y palabras en él. Un genio latero, un pensador aburrido, es generalmente sólo un mal pensador.
Una de las perversiones contemporáneas más típicas es esa que consiste en equiparar lo fácil con lo entretenido. Ningún Casanova diría que la chica más fácil del pueblo es la más entretenida. Ningún gourmet diría que el vino en caja que primero se compra en el supermercado, es el que procura más placer. Los libros de Dan Brown y Coelho no son entretenidos, son fáciles de leer. Sus personajes predecibles, su mundo de cliché no es superficial o frívolo, es aburrido. Prueba al canto: lo disfrutan y gozan personas (dueñas de casas, oficinistas, ex miss universo) que se aburren y aburren mucho a los demás, gente que tiene muy perdido su umbral de entretención. Bergman es mejor director que Spielberg, entre otras cosas, porque es mucho más entretenido. Porque con verdadera malignidad diabólica hace espectáculo, trucos y mentiras con temas que nos importan de verdad. Entretiene con cosas que pensamos son sagradas, juega con fuego, que es siempre más entretenido para los espectadores que ver jugar con agua.
Estuvo de moda en los años noventa hablar mal de la novela de tesis y desprestigiar cualquier idea general, global, como algo infinitamente aburrido. Alérgicos a las ideas que habían destrozado tanto el mundo, se ensalzó todo tipo de novelas orgullosas de autismo, satisfechas de no pretender nada, llenas de anécdotas sin moraleja. Al revés, pero quizás en el fondo es lo mismo, los más sesudos y universitarios se dedicaron a novelas de lenguaje, que hicieron de la retórica, el cómo decir, su centro, sin importar qué se decía y para qué.
Esas novelas y esos novelistas no carecían de ideas, como pretendían, sino que enarbolaban la más peligrosa de todas las ideologías, la de que se acabaron las ideas, que ya no hay que contar o decir, que lo único que queda después que se cayó el muro es contar anécdotas o jugar con trozos destrozados de lenguaje.
Lo cierto es que no hay novelas que no sean de tesis. No hay literatura sin ideas, como no hay pinturas sin imágenes, ni música sin sonido. El lenguaje no es el material del escritor, sino sólo los tubos en que las ideas vienen envueltas. La novela es un teatro de ideas que se disfrazan, que se esconden, que se encarnan en personas, y de personas que se encarnan en ideas, y finalmente en la mezcla final de ambos. Observa con justicia Chesterton que los mejores escritores ingleses de su tiempo, los que tienen una más bella prosa, son los que usan sus novelas para predicar.
Cuando un crítico dice que fulano de tal escribe bien o mal no está diciendo nada. Cuando usa los errores gramaticales o sintácticos como argumentos críticos se está negando a la posibilidad de hablar en serio de la novela en que la sintaxis y el estilo son sólo síntomas de enfermedades más profundas. Una prosa es mala cuando no sabe qué decir, o no dice lo que está diciendo. Una escritura es pobre cuando no la habita ni una sola idea nueva, o o propia.
De hecho, un alumno que comete todos los errores estilísticos y sintácticos del mundo tiene más posibilidad de ser un gran escritor que uno que escribe de nacimiento a la perfección. Lo que llamamos un buen estilo es sólo la acumulación de lo que nuestros padres sabían de retórica. Es generalmente también lo que los jóvenes llaman literatura aburrida. Aburrida no porque le falten asesinatos, besos violentos, sino justamente porque faltan ideas, porque las que circulan giran en el mismo viejo círculo conocido. Así, son las ideas, no los estilos, no las anécdotas, las que aburren. Al asomo de una nueva idea, la complejidad, el grosor del lenguaje milagrosamente se borran. Ese milagro es lo que llamamos literatura.